El 16 de enero de 2017 publiqué en esta misma página un artículo con idéntico título. El motivo fue la portada de un semanario nacional que evidentemente ofendía a la figura de nuestro héroe Arturo Prat. Antes, y a partir del año 2010 había publicado otros artículos con temas similares: la falta de respeto hacia la persona de Cristo y sus Apóstoles en un programa de TV (25/10/10), la profanación de una imagen de la Virgen María en Zapallar (16/01/11) y la profanación de la iglesia de la Gratitud Nacional y de la imagen de Cristo, destrozada y arrastrada por las calles por jóvenes manifestantes (12/06/16). Esta insistencia en el tema era producto de mi preocupación por la progresiva pérdida de límites que observaba en la juventud y me preguntaba hasta dónde íbamos a llegar como sociedad si estábamos siendo incapaces de distinguir entre el espacio sagrado y el espacio profano, distinción que se remonta a la aparición del homo sapiens en la tierra, hace alrededor de 100 mil años. ¡Qué nivel de regresión y retroceso y a qué extremos de barbarie estábamos llegando…!
Mis temores de entonces se han visto completamente sobrepasados por lo acontecido en nuestro país a partir del 18 de octubre de 2019. Así es como se han repetido las quemas y profanaciones de iglesias y símbolos religiosos, pero se han agregado los ataques y la destrucción de monumentos erigidos a nuestros héroes, en particular al del general Baquedano, héroe victorioso de esa gesta memorable que fue la Guerra del Pacífico. La gravedad de estos hechos va mucho más allá del problema estético que representan las pinturas y rayados de estatuas y muros; mucho más allá también de ser una expresión de violencia descontrolada, con una eventual participación del narcotráfico, como se ha postulado. El problema radica en que con ese tipo de conductas vamos perdiendo nuestra identidad, vale decir, vamos en camino hacia el no-ser, hacia la desaparición, hacia la nada.
Porque la identidad de un pueblo se alimenta de dos fuentes: el mito fundacional de la civilización a la que se pertenece —en nuestro caso, la civilización heleno-judío-romano-germano-occidental— y la historia heroica. Esta última consiste en el relato de los hechos —y de sus protagonistas— que han permitido transformar a un grupo, a veces heterogéneo, de seres humanos que habitan un determinado paisaje, en una nación. Desde hace varios años hemos observado el ataque sistemático a los valores de nuestro mito fundacional, que es la historia de Cristo y su mensaje. Pero se ha agregado también el desprestigio de nuestros héroes e incluso de ese extraordinario siglo XIX en el que nos constituimos en una República ordenada, con un espectacular desarrollo económico y cultural. Un solo ejemplo: un científico alemán que vivió varios años en Chile escribió en 1858 que la Universidad de Chile era sin duda la mejor de Latinoamérica y “probablemente de toda América”. También dijo que en Valparaíso “la pobreza se conoce solo de nombre” y que “los robos y los hurtos son muy infrecuentes”. Y esa historia no se cuenta y se habla de “gobiernos oligárquicos e injustos”.
Desconocer y/o deformar la historia y destruir la imagen de nuestros héroes son dos formas de atentar contra la identidad de un pueblo. Los repetidos ataques a la estatua del general Baquedano no son sino la expresión —casi tan grave como la profanación de iglesias e imágenes religiosas— de este incomprensible impulso suicida que nos está dominando. Pero hay más. Todas estas conductas se dan en el marco de una pérdida del respeto a la autoridad, a las instituciones, a los valores tradicionales, en último término al otro, al prójimo. Y ocurre que el respeto es tan consustancial a la naturaleza humana que se halla marcado en su anatomía misma.
Lo hemos desarrollado en otras oportunidades a propósito de hechos similares, pero bien vale la pena repetirlo: el verbo “respetar” viene del latín y significa darse vuelta para mirar al otro a la misma altura, no como en el caso de “despreciar” (mirar de arriba hacia abajo) o de “sospechar” (mirar de abajo hacia arriba) y su sinónimo es “considerar”, de “con” (junto a) y “sidera” (plural de “sidus” = estrella). Si juntamos ambos verbos, resulta que el significado de “respetar” es finalmente “mirar juntos las estrellas” y somos la única especie animal capaz de hacerlo y esto gracias a la flexibilización de la columna cervical, última etapa de la evolución anatómica hacia la postura erecta, condición de posibilidad del ensanchamiento de las caderas, que permitió que los niños nacieran con la cabeza más grande, vale decir, con más cerebro, etc., etc.
La no distinción entre espacio sagrado y espacio profano nos hace retroceder 100 mil años en la evolución y la pérdida del respeto, 2,7 millones de años. Sería como para empezar a preocuparse.
Dr. Otto Dörr
Profesor de Psiquiatría de la Universidad de Chile y de la
Universidad Diego Portales
Miembro de la Academia de Medicina