¿Hay algo digno de mención en los acontecimientos de esta semana, algo que no hubiera ocurrido antes y que por eso hoy merezca una consideración especial?
No, nada. Todo ha seguido más o menos igual.
Una perfecta imagen, una foto, del nihilismo vulgar: todo sigue igual, un tiempo detenido. Y en él ejecutándose un desorden que se empeña en ser fiel solo a sí mismo.
Ha seguido con la regularidad de una costumbre el vandalismo, en días y horas prefijadas (solo que ahora se ha movido desde Plaza Baquedano a Ahumada alterando la cotidianidad de quienes están viviendo allí en carpas); el Congreso ha mantenido un debate a ras de suelo (discutiendo si habrá de pagarse impuestos por el retiro del 10%, lo que luego de concederlo argumentando un estado de necesidad es simplemente absurdo); el Presidente sigue braceando mientras anhela llegar pronto a la otra orilla (su más reciente brazada es el bono covid de navidad, cuyo solo nombre respira la ansiedad del náufrago); y, así, la desorientación general y la frivolidad de lado y lado sigue su curso.
Y ese es exactamente el problema.
Cuando un pueblo, una sociedad, marcha sobre carriles prefijados, sobre una cultura compartida, sobre usos y prácticas más o menos firmes, las personas y especialmente los dirigentes pueden permitirse largos momentos de distracción o de vacío e incurrir en esa forma de frivolidad y de ligereza —esa versión de nihilismo vulgar— con que a veces se disimula lo que es simple tontería e ignorancia. Después de todo, en una sociedad cuyos cimientos son compartidos, esos actos distraídos y frívolos no hacen mayor daño y, al revés, incluso pueden entretener a las audiencias y aligerar el peso de la vida cotidiana.
Pero cuando las sociedades, como es el caso del Chile contemporáneo, pierden esos carriles y deben darse a la tarea de pensar cuáles erigir en su lugar o cómo reconstruir los que se ven maltrechos o torcidos —ese es, dicho en una frase, lo que se llama proceso constitucional— los ciudadanos responsables no deben permitirse ni la menor distracción, ni la menor frivolidad. ¿Por qué? La razón es casi obvia. Lo que ocurre es que cuando la sociedad pone en cuestión sus cimientos, lo único que la sostiene y logra mantenerla con cierta dignidad en pie son los actos de quienes la integran, y especialmente los actos, el lenguaje y los gestos de quienes ejercen funciones públicas.
La sociedad muestra así su realidad más profunda: ella se sostiene sobre el comportamiento de quienes la conforman. Desde Aristóteles o Cicerón, a Locke y Montesquieu, y para qué decir en Maquiavelo, se ha repetido una y mil veces esta sencilla verdad que hoy todos parecen haber olvidado: el buen funcionamiento de la sociedad depende de la virtud de los ciudadanos.
Al margen de todas las interpretaciones que el concepto de virtud posee en la literatura —y posee muchos— hay un sentido que se repite una y otra vez: la virtud consiste en domeñar las pasiones, contener los meros apetitos, no dejarse arrastrar por la pulsión más inmediata. Cuando las pasiones se adueñan de la sociedad o, lo que es lo mismo, cuando la virtud se retira, los individuos en vez de verse fortalecidos quedan a merced de cualquier audaz, de este o aquel liderazgo locuaz y sencillo, que sirviéndose de ese estado de rara agitación, los convence de que es poseedor de la pócima mágica que curará todos los males.
Por eso olvidar que la sociedad descansa en la virtud de los ciudadanos —y tolerar el ánimo ligero y chabacano, el argumento pueril repetido una y otra vez— no es un fenómeno que solo degrade moralmente, por decirlo así, a la democracia. Se trata de algo que acaba estropeando el mecanismo más íntimo de la política democrática que supone —hay que decirlo una y otra vez— la competencia por el poder esgrimiendo razones ante los ciudadanos.
Una de las enseñanzas más repetidas de la literatura filosófica contemporánea es que la cultura se explica no por lo que ella explícitamente sostiene, sino por lo que olvida. Tras todo defecto de la cultura hay un olvido. Y en Chile se está olvidando que las instituciones y la vida social no poseen una existencia independiente, sino que son el precipitado del comportamiento de los individuos. No hay la sociedad como una entidad independiente. Qué calidad posea la vida social y cuál sea el tono de la interacción social dependen en buena medida de la disposición —la virtud es una disposición del carácter— de los individuos que la integran.
Y puede ser ingenuo recordar eso a los ciudadanos —especialmente a los que ejecutan el rito semanal de destruir algún sitio—, pero no lo es recordarlo a quienes se ganan la vida representándolos.