Quienes optan por la pendiente de la violencia buscan imponer sus consignas recurriendo a la agresión física hacia quienes estiman sus enemigos o adversarios, y a la destrucción de sus patrimonios materiales, entre ellos edificios y construcciones. El odio irracional que sustenta sus conductas se incrementa cuando el objetivo son los templos, lugares de reflexión y oración de quienes profesan una fe, en el decir del apóstol, convicción de lo que no se ve, certeza de lo que se espera.

En los días que corren, violentistas de todo el mundo dedican sus fuegos (no el de las ideas, sino el de los combustibles) a la destrucción de templos, iglesias y capillas. Lo hace el islamismo radical en Europa, frente al cual ha reaccionado con firmeza el Presidente Macron de la Francia laica, pero respetuosa de la libre expresión de todas las religiones. Lo hacen en nuestro territorio los iconoclastas del pasado y oferentes a bajo precio de un futuro que no precisan, quemando templos evangélicos en La Araucanía e iglesias católicas tradicionales en Santiago, entre ellas La Asunción, “iglesia de los artistas” desde que fue su párroco el P. Juan Suárez.

Analistas sostienen que los pirómanos en acción experimentan las sensaciones térmicas de la vida eterna que les dicen serán condenados por la justicia divina. Sin duda mejor sería que esa condena la aplique efectiva y ejemplarmente la justicia humana.

Corusco