“En Chile, en el que puse tantas esperanzas, todo parece haberse ido al diablo”, escribió Mario Vargas Llosa en el diario español El País, el domingo 15 de noviembre. Por desgracia, tal percepción recibe confirmaciones cotidianas en el clima político que hoy impera, y que lleva a mucha gente a expresar un desaliento parecido.
En el deterioro acelerado de nuestra convivencia y la erosión del Estado de Derecho fue determinante el papel de la violencia en gran escala, bajo cuya sombra intimidante empezaron a actuar la mayoría de los partidos opositores, los que incluso trataron de interrumpir el mandato presidencial. A partir de entonces, está en duda el compromiso de esos partidos con el régimen democrático.
Parecía que el plebiscito había definido un camino institucional compartido, que iba a despejar la incertidumbre, pero no ha sido así. Allí están los intentos por modificar el sentido de la reforma constitucional que puso en marcha el proceso para elaborar una nueva Constitución. Al mismo tiempo, desde el Congreso se aplica una táctica destinada a “reemplazar” ahora mismo el orden vigente mediante la aprobación de leyes que pasan a ser artículos transitorios de la Constitución.
“El tiempo ha demostrado que no estábamos tan equivocados al hablar de parlamentarismo de facto”, dijo Jaime Quintana a este diario (15/11). Alguien debería advertirle que las soluciones “de facto”, o sea no legales, contradicen la esencia de la democracia y que, por esa vía, otros se sentirán autorizados también para actuar “de facto”. Algunos van de rupturistas por la vida, pero confiados en que el edificio institucional lo resiste todo.
El plebiscito aprobó un diseño específico de la Convención: 155 integrantes, elegidos del mismo modo que los diputados y por los mismos distritos. Sin embargo, la comisión de Constitución del Senado aprobó agregar 25 representantes de los pueblos originarios, y no incluirlos en los 155, lo que transgrede lo establecido. Como no está contemplado establecer un padrón de votantes de esos pueblos, y bastaría con que cada elector se autoidentifique como mapuche, rapanuí, diaguita, etcétera, se pueden generar serios problemas de transparencia.
Se ha mencionado la posibilidad de agregar escaños reservados para otras minorías, lo que podría extenderse indefinidamente. En rigor, la noción de escaños reservados por género, etnia u otro motivo —que no se aplica en la elección del Congreso— socava el principio de igualdad ante la ley. Nada impide que los partidos den cabida en sus listas a los candidatos de tal o cual condición, pero la Convención misma no puede configurarse como una estructura basada en estamentos, a la antigua usanza, sino como un órgano democrático, compuesto por ciudadanos que deben representar al conjunto de la sociedad.
¿Contribuirá la Convención a mejorar las prácticas políticas, o simplemente reproducirá los vicios del Congreso, entre ellos el uso de resquicios para burlar la legalidad, el populismo desenfrenado, la frivolización de la tarea legislativa, en fin, todo aquello que vemos a diario como expresión de liviandad de izquierdas a derechas?
De nada nos servirá una nueva Constitución si la calidad de la política se sigue degradando. Respecto de ese deterioro, suelen darse interpretaciones estructuralistas (el sistema electoral, el presidencialismo, el exceso de partidos, etcétera), pero, aunque esos factores pueden gravitar, la política la hacen hombres y mujeres concretos, lo que vuelve crucial la selección del personal. Si los partidos dejan de ser un filtro de decencia, cultura y civismo, es muy difícil que los resultados sean positivos. Si son capturados por carreristas desinhibidos, no se puede esperar nada bueno.
La proporción de gente moralmente disoluta que hay en la política debe ser parecida a la de otras áreas. También, por lo tanto, la proporción de gente recta. El problema es que, tratándose de la definición de los asuntos colectivos, los disolutos pueden causar un enorme daño. No se trata de imaginar una política hecha por ángeles, sino de evitar que sea dominada por inescrupulosos y oportunistas.
No es una fatalidad que Chile retroceda institucionalmente. No lo es tampoco que caiga en el marasmo. Pero, para evitarlo, es vital que la política recupere altura, sentido nacional y visión de Estado. La mayoría de los chilenos no ha perdido la cabeza, pero estamos en problemas. Por ello, se requieren liderazgos ética y políticamente sólidos, dispuestos a marcar rumbos, que resistan el ruido demagógico, que muestren verdadero coraje y sean capaces de unir y hacer progresar al país.
Sergio Muñoz Riveros