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Editorial
Sábado 24 de octubre de 2020
Una decisión histórica
Más allá del resultado del plebiscito, Chile experimentará en los próximos años una transformación de su institucionalidad. La calidad del “producto” final dependerá de la seriedad con que la clase política se haga cargo de la compleja responsabilidad que el proceso involucra.
Mañana comienza un proceso trascendental, que cambiará a Chile. En el evento de un triunfo del Rechazo, los cambios se realizarán utilizando como columna vertebral la Constitución actual. Si gana el Apruebo, el país comenzará el complejo proceso de elaboración de una nueva Carta Fundamental.
El mundo sigue el proceso con atención. La ruta que tome un país que se ha acercado al desarrollo, pero que aún tiene camino importante por recorrer, despierta natural curiosidad. Y lo políticamente correcto, por supuesto, es ofrecer optimismo. Los dichos del director del Departamento del Hemisferio Occidental del FMI, Alejandro Werner, son un ejemplo: “el proceso constituyente ofrece la posibilidad de que Chile siga siendo un líder en la región”. Sin embargo, sería ingenuo obviar los riesgos asociados.
En la búsqueda de referentes
Si bien durante las últimas tres décadas más de 40 naciones han realizado procesos constituyentes, cualquier comparación exige cautela.
De acuerdo con el Proyecto Comparativo de Constituciones, Chile sería uno de los países con mayores niveles de ingreso per cápita al momento de iniciar un debate constitucional. En esta dimensión, solo Suiza e Islandia serían comparables, pero se trata de países con una historia, desarrollo y cultura que poco se asemejan a los nuestros.
Parece natural considerar entonces las experiencias de la región. En la lógica de extremar los ejemplos, las consecuencias del proceso constituyente de Venezuela (1999) producen particular preocupación. Sin embargo, la situación política y económica de ese momento en la nación que había sido la más rica de América Latina estaba lejos de la actual realidad nacional (Hugo Chávez había llegado al poder en 1998).
Así, los procesos constituyentes de Brasil (1987-88), Colombia (1990-91) y Perú (1992-93) aparecen particularmente relevantes. Lejos de generar grandes impulsos económicos y progreso social, fueron acompañados por casi una década de mediocre crecimiento. De hecho, durante cada año de la década de 1990, Chile superó a cada uno de ellos en la expansión de su producto per cápita. Adicionalmente, los cambios constitucionales estuvieron acompañados por presiones fiscales que se han acumulado en el tiempo. El caso colombiano es ilustrativo. La judicialización de los procesos para asegurar derechos establecidos llevó a un crecimiento incontrolable de la burocracia y del gasto. Tanto que en 2011 el Congreso colombiano debió realizar una modificación constitucional para incluir el “Principio Constitucional de la Sostenibilidad Fiscal”, buscando ponerle coto a la situación. Interiorizarse de estas experiencias debería ser parte del proceso de inducción de cualquier convención constituyente.
El debate de fondo
Diversos principios definen a nivel constitucional los incentivos para canalizar el esfuerzo individual hacia actividades que promuevan el progreso. En el caso chileno, incluyen el derecho de propiedad, el rol del Estado y de sus órganos, la igualdad ante los tributos, el derecho a desarrollar cualquier actividad económica lícita, la independencia del Banco Central y la iniciativa exclusiva del Ejecutivo en materia de gasto, entre otros. La eventual elaboración de una nueva Carta Fundamental pone en debate cada una de estas dimensiones.
Pero nuestra discusión pública parece hoy centrada en otras cuestiones. Se tiende a obviar, por ejemplo, que diversas materias y conceptos económicos son perfectamente abordables dentro de la institucionalidad actual, como el desarrollo de un Estado con acento social: los inmensos esfuerzos de las últimas décadas en este ámbito lo confirman. A esto se suman elementos que deberían estar fuera de lo que son las líneas generales del orden público económico. Esto es particularmente complejo en una población que ha visto afectadas sus posibilidades de desarrollo por un prolongado período de menor crecimiento, violencia y más recientemente los efectos de las medidas sanitarias por la pandemia. La multiplicación de promesas, la promoción de injustificadas expectativas sobre históricas problemáticas sociales, todo influenciado por las redes sociales, aparecen como un desafío para la elaboración de un texto, ya sea reformado u original, que contribuya a rescatar al país de la mediocridad económica.
Por eso, los partidos políticos deben comenzar a preparar un trabajo que requerirá subir en forma significativa el nivel de la discusión. Esto adquiere mayor importancia ante las perspectivas de un eventual triunfo del Apruebo. En este caso, la política tendrá la obligación de evitar que las listas de candidatos constituyentes se basen en la farándula televisiva o en la popularidad de las redes sociales. Las dirigencias deberán resistir esa tentación y procurar dotar a una eventual convención constituyente con capital humano de la mayor calidad. Solo un grupo multidisciplinario dialogante, preparado y capaz podrá llevar un debate serio y profundo, que se haga cargo de los desafíos y oportunidades del país, y que considere los costos y beneficios de las distintas opciones. Improvisaciones y atajos solo generarán una institucionalidad más débil e incierta, y un menor progreso social.