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Editorial
Jueves 24 de septiembre de 2020
Libertad de expresión amenazada
Lejos de enaltecer la legítima defensa de los derechos humanos y su valor moral, la consagración de esta figura penal la empobrece y debilita.
Una gravísima amenaza para la libertad de expresión, quizás la mayor de los últimos 30 años a nivel legislativo, constituye la aprobación en primer trámite por la Cámara de Diputados del proyecto que castiga penalmente a quien justifique, apruebe o niegue las violaciones a los derechos humanos ocurridas en Chile durante el régimen militar, consignadas en informes reconocidos por el Estado, como las comisiones Rettig y Valech, entre otras. La tramitación de un mensaje presentado por la Presidenta Bachelet en 2017, que buscaba sancionar el delito de incitación a la violencia, sufrió así alteraciones profundas, especialmente por una indicación de la diputada del Partido Comunista Carmen Hertz, que incluyó esta controvertida figura penal del llamado “negacionismo”, la cual terminó siendo aprobada por la oposición prácticamente sin excepciones.
El proyecto original de la Presidenta Bachelet, consciente de las implicancias que una regulación penal en esta materia puede tener sobre ciertas garantías individuales, procuró restringir su alcance únicamente a sancionar las hipótesis más graves de lenguaje de odio, como son aquellas que incitan directamente a la violencia, ya que, a su juicio, así “podemos enfrentar el desafío ponderando cuidadosamente los derechos en juego para evitar una limitación excesiva de la libertad de expresión”. La Cámara, sin embargo, hizo tabla rasa de estas atendibles aprensiones, y acabó aprobando este delito de “negacionismo” en una de sus versiones más extremas. En efecto, en su redacción no solo se incluyó como conductas justificar o aprobar, sino que también la mera negación —que no supone adhesión valorativa al delito— de cualquier hecho considerado violación de derechos humanos consignado en uno de los informes mencionados. Con esta redacción, una persona, al discrepar solo respecto de alguno de los hechos de ese período, podría, eventualmente, ser sancionada por ello. Además, se entrega aquí al Estado —ni siquiera se hace referencia a sentencias del Poder Judicial, que en casos puntuales han tenido y pueden tener diferencias con estos informes— la autoridad para fijar una verdad oficial a la que debe adherirse la ciudadanía en bloque, bajo amenaza de sanción penal. Lo cierto es que, en una democracia, tanto el contenido de documentos de comisiones del Estado como los fallos particulares de los tribunales de justicia deben admitir el derecho a la discrepancia y a la crítica sobre sus fundamentos.
Como ya hemos sostenido en estas páginas, la consagración de una figura de estas características no solo reduce la discusión política y perjudica el quehacer histórico —que revisa y analiza hechos del pasado, en un trabajo que no admite fin—, sino que también, en la práctica, genera un efecto inhibitorio y desalentador de la libertad de expresión que va mucho más allá de la específica prohibición estricta. Provoca, en definitiva, que las personas, para evitar cualquier riesgo de verse expuestas a un proceso judicial de estas características en su contra, se abstengan de realizar comentarios que puedan producir molestia en ciertos sectores, como si existiera un derecho a no ser perturbado por declaraciones ajenas. La liviandad con que se utiliza la expresión “negacionismo” en la esfera pública para descalificar opiniones de otro da cuenta de este riesgo, que puede terminar judicializando o aplacando el debate, y de lo ineficaces que pueden resultar las restricciones que el propio texto incluye para tratar de delimitar su aplicación. Tampoco es la legítima defensa de los derechos humanos la que resulta enaltecida, sino, muy por el contrario, ella puede verse perjudicada o empobrecida. En este sentido, respecto de esta clase de delitos, el profesor Alfredo Etcheberry ha sostenido que “todo indica que por razones técnicas, políticas y filosóficas, el camino de la punibilidad penal no es el más indicado para combatir una mentira histórica insidiosa, que aparece así refutada, o más bien acallada, no por la fuerza de la verdad, sino por la fuerza del poder estatal”.
Cabe esperar del Senado, al analizar el proyecto, una ponderación más mesurada de las implicancias y principios en juego.