Una noticia aparecida el viernes —es de esperar que no haya pasado desapercibida— planteaba un caso que permite reflexionar acerca de la relación entre la cultura de los pueblos originarios y la vigencia de los derechos humanos que son propios de una democracia liberal.
Según informa el diario, una mujer habría sido violada a la salida de una discoteca en Isla de Pascua. El agresor, o más bien su defensa, esgrimió la ley que crea el Departamento de Isla de Pascua. Esa ley dispone que en el caso de delitos contra la integridad sexual cometidos por naturales de la isla, la pena a aplicar debe ser la mínima establecida en el Código Penal, rebajada en un grado.
El caso se encuentra ante el Tribunal Constitucional. ¿Es correcta una regla como esa? Responder esa pregunta es muy importante hoy en que se discute la situación de los pueblos originarios y su situación al interior del Estado nacional.
En favor de una regla como esa puede sostenerse la identidad de la cultura rapanuí, en cuyos valores, actitudes y formas de vivir el agresor habría sido socializado. Usted podría sostener, como se habría dicho en un
amicuscuriae (una suerte de informe en derecho), que en la cultura de los rapanuí la violencia está atada al erotismo y es una parte insustituible del juego sexual, una forma de dominio culturalmente aceptada que no le podría ser reprochada al agresor. Incluso, usted podría agregar que sancionar a ese agresor del mismo modo que se sancionaría a un violador santiaguino sería injusto, porque este último habría sido criado en una cultura donde el juego sexual no incluye ni la violencia ni la coacción. ¿Podría, en cambio, culparse al violador de la isla de haber nacido allí y haber aprendido (suponiendo que el
amicuscuriae sea correcto) que el amor sexual se hace a punta de coacciones y golpes y torciendo la voluntad de la pareja? El respeto de la cultura rapanuí —podría concluir usted— supone aceptarla tal cual es, sin prejuicios raciales y sin considerar su propia cultura como superior. Sería una muestra inaceptable de etnocentrismo y una falta de respeto a ese pueblo originario, sancionar a ese violador como se sancionaría a un inmigrante en Santiago, porque ello supondría desvalorizar su cultura y disminuir el respeto a sus integrantes.
¿Sería correcto un argumento como ese?
Por supuesto que no. Ese argumento reposa sobre un profundo malentendido que es urgente despejar.
Los derechos humanos —entre los cuales está la libertad sexual de las mujeres— no derivan su valor de la cultura a que pertenecen o al interior de la que surgen ni se fundan en circunstancias históricas, sino que derivan de una concepción del ser humano como un agente de su propia vida, soberano sobre su cuerpo y su integridad. Esos derechos no pueden subordinarse a la cultura, puesto que su función es corregirla, de manera que es absurdo argüir las costumbres de un pueblo para relativizarlos. Puede ser cierto que el uso de la violencia con fines sexuales forme parte de la cultura rapanuí; pero de ahí no se sigue que se trate de una orientación de la conducta aceptable cuando se la mira desde el punto de vista de los derechos humanos, y para qué decir desde el punto de vista de los derechos de las mujeres. La cultura de hecho o de facto no tiene títulos suficientes como para relativizar a la cultura de
jure en que consisten los derechos humanos cuya expansión tanto ha costado ir consolidando. A la hora en que un criterio como ese se expande —a la hora en que, en vez de orientar la cultura, se dejan orientar por ella—, los derechos humanos habrán perdido el fundamento que los sostiene y que les permite ser esgrimidos ante quienes con los más diversos pretextos, el cultural entre ellos, los niegan y los desconocen.
El respeto a la cultura de los pueblos originarios no debe relativizar en modo alguno los derechos humanos. La cultura de un pueblo no puede esgrimirse para coaccionar a sus miembros, excusarse de respetar la indemnidad de todos, ni invadir el coto vedado sobre el que se erige una democracia liberal.
Los derechos humanos —y la libertad e integridad sexual de la víctima de Rapa Nui es uno de esos derechos— son criterios absolutos para juzgar la conducta, no son principios propios de un antropólogo comprensivo dispuesto a suspender su juicio sobre el valor de las culturas, ni valores relativos que puedan morigerarse a cuento de cálculos prudenciales, como ocurriría si el Tribunal Constitucional considerara, de manera incomprensible, que la ley impugnada no merece reproche, y que un rapanuí que viola a una mujer es merecedor de una pena rebajada en razón de la cultura a la que pertenece. ¿Es esta una posición etnocéntrica? No, en absoluto. Y si lo fuera, el etnocentrismo tendría en este caso buenas razones en su favor. Las culturas originarias tienen derecho a existir, a ser promovidas y reconocidas, de eso no hay duda, pero no valen como excusa para relativizar los derechos fundamentales o debilitar su protección penal.