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Editorial
Lunes 10 de agosto de 2020
La tragedia del Líbano
La explosión que destruyó vastos sectores de Beirut y dejó más de 150 muertos es una “metáfora de la crisis actual que vive el Líbano” (en palabras de Emmanuel Macron), donde se juntan la negligencia, la corrupción y también la incompetencia de las autoridades, contra las que protestaron este fin de semana los ciudadanos, originando violentos incidentes.
Que 2.750 toneladas de nitrato de amonio hayan estado almacenadas en el puerto por más de seis años, sin medidas de resguardo, revela la magnitud de la desidia de funcionarios acostumbrados a no responder por sus actos. El anuncio de que los ejecutivos del puerto están con medidas cautelares no asegura que los verdaderos responsables sean sancionados, en un sistema político donde los máximos cargos protegen a todo evento a los miembros de sus facciones religiosas. Ese es el drama del Líbano.
Lo que fue la “perla” o la “Suiza” del Medio Oriente hace décadas ya no existe. Líbano aún no se recupera de la destrucción de la guerra civil que lo asoló entre 1975 y 1990. Las luchas sectarias que llevaron al conflicto quedaron atrás, pero el reparto del poder entre cristianos, drusos y musulmanes no ha solucionado los problemas de la población.
Una deuda pública de más del 160 por ciento del PIB, un desempleo del 25 por ciento, más de la mitad de la población bajo la línea de pobreza y una infraestructura en lamentables condiciones (no hay suministro seguro de agua potable ni de electricidad, y los servicios de salud son precarios, sobrecargados por el covid y colapsados tras la explosión) constituyen una pesada carga. El año pasado, cientos de miles de personas protestaron por las condiciones económicas cuando las autoridades intentaron subir impuestos e imponer uno al uso del WhatsApp. A ese reclamo se sumó la petición de un gobierno independiente de las facciones. Ahora, luego de la tragedia del puerto, la ira ciudadana ha vuelto a manifestarse.
Régimen político agotado
El sistema político libanés está en el centro de la controversia desde hace tiempo, pero este mortal accidente ha puesto en evidencia que se encuentra agotado y debe ser reformado profundamente. Una tarea nada fácil: la historia y la geopolítica complican cualquier intento.
El actual problema se remonta al fin de la guerra civil, cuando los mismos jefes de las milicias de los distintos grupos religiosos se convirtieron en políticos profesionales y se repartieron los cargos, según la fórmula del Pacto Nacional de 1943, el año de la independencia. Hay 18 comunidades religiosas oficiales en Líbano: cuatro musulmanas, 12 cristianas, más drusos y judíos; a cada una le corresponde alguna cuota de poder. Los principales grupos se reparten la Presidencia (cristianos maronitas), la jefatura de Gobierno (el primer ministro debe ser musulmán sunita) y el Parlamento, cuyo jefe es un musulmán chiita.
Grupos menores se aseguran ciertos cargos ministeriales y otros de más baja importancia, en un esquema donde la influencia externa también se da a través de las facciones religiosas, con Irán comprometido con los chiitas de Hezbollá; Arabia Saudita, con los sunitas, y Occidente, que favorece a los cristianos.
Con este reparto de poder se tejieron complejas redes de clientelismo, mediante favores, dádivas e incentivos financieros. Así, los líderes han mantenido control de sus comunidades religiosas, y por ende, el control político. No hay plena competencia porque los cargos están asegurados para las comunidades y las élites de ellas tienen capturado el poder.
La corrupción permea la sociedad, pero especialmente el estamento político y la policía, según Transparencia Internacional, que ubicó al Líbano en el lugar 137 de su ranking de 180 países, en 2019.
No sorprende que Macron, en su visita a la ciudad, haya prometido ayuda, pero condicionándola a reformas políticas profundas. Por ahora, el Primer Ministro, Hassan Diab, ha formulado una primera propuesta para enfrentar la crisis mediante la convocatoria a elecciones anticipadas, lo que plantearía hoy ante el Consejo de Ministros.
Vizcarra espera aprobación de nuevo gabinete
Martín Vizcarra debió nombrar otro gabinete luego de que el Congreso no le diera la confianza al equipo que encabezaba el abogado Pedro Cateriano, en una muestra de poder de los parlamentarios frente a la autoridad presidencial. Nada asegura que los congresistas aprueben a los nuevos ministros, encabezados por el exsecretario de Defensa, Walter Martos; ellos saben que en esta prueba de fuerzas el Presidente no cuenta con la ya una vez usada herramienta de la disolución del Legislativo.
La Constitución peruana faculta al mandatario a disolver el Parlamento si este rechaza dos veces dar la confianza al gobierno, pero solo en los primeros cuatro años del mandato, y no durante el año anterior a las elecciones, que es la actual circunstancia. Se dice que una bancada con intereses en el sector educativo habría bloqueado la confianza al gabinete, en represalia por no remover al ministro de Educación, quien habría caducado la licencia a instituciones ligadas a los congresistas. De ahí las palabras de Vizcarra al lamentar que “intereses particulares primen por encima de los del país”.
En un sistema semiparlamentario como el peruano —o “presidencialismo atenuado”—, el gobierno queda prisionero de las discordias y “pasadas de cuentas” de los congresistas, un riesgo para la gobernabilidad, en momentos tan difíciles como los de esta pandemia y su consecuente crisis económica.