Pocas veces ha quedado tan al desnudo la frívola manera de legislar que ha hecho escuela en el Congreso como el 8 de julio. La aprobación en la Cámara de la reforma constitucional que autoriza el retiro de fondos previsionales no estuvo motivada por el deseo de auxiliar a los sectores medios frente a la crisis, sino por la voluntad de llevar adelante “una reforma estructural del sistema de pensiones”, como dijeron los frenteamplistas Claudia Sanhueza y Gabriel Boric en carta a este diario. En otras palabras, iniciar la demolición de las AFP para instalar otra cosa que se definiría en el camino.
No importaba el eventual sismo en la economía, sino aparecer invitando a los cotizantes a retirar sus fondos, ya que el Estado los reemplazaría en algún momento. Tramposamente sencillo. Fue la apoteosis del ilusionismo con rostro progre, en realidad un golpe directo a la noción de seguridad social basada en el ahorro de los que trabajan. Y esa fórmula fue apoyada alegremente por diputados de todos los colores.
Vino enseguida la penosa declaración de los senadores de oposición que acogieron lo aprobado por la Cámara, aunque dando a entender que el Gobierno debe entregar algo para convencerlos de que no voten igual. Gente de convicciones.
Lo ocurrido ilustra crudamente lo que representa el populismo: venta de apariencias; atajo hacia la supuesta satisfacción de las necesidades; demagogia acompañada de fuegos artificiales.
Escuchar a los diputados que apoyaron el proyecto ahorraba las explicaciones: la ignorancia y la banalidad se han vuelto definitivamente peligrosas. Y no hace gran diferencia que sus representantes sean de izquierda o de derecha. O de centro, aunque ya no sabemos quiénes representan eso.
Una vez más fue usada la técnica de amedrentamiento que consiste en advertir que si las cosas no se hacen como pide “la Calle”, vendrá un nuevo estallido social, el eufemismo usado para referirse a la violencia, la devastación y el pillaje que sufrió el país en octubre/noviembre del año pasado. Se trata de la extorsión desembozada, que de paso desmiente el espíritu supuestamente noble del estallido aquel, puesto que se lo invoca para meter miedo. Es un modo de recordarnos que somos rehenes.
Quienes agitan el espectro de la violencia representan una forma tortuosa de hacer política que busca someternos a todos. ¿Es que el Congreso ya está dominado por los partidarios del quiebre institucional? Hay sin duda un puñado que cree en las propiedades benéficas de la violencia para conquistar el reino de la igualdad, pero los más numerosos son los parlamentarios asustados. Literalmente. Asustados de no pensar correctamente, asustados de ser estigmatizados por Twitter, asustados de volverse sospechosos ante los inquisidores. Así se explican las posturas acomodaticias que se disfrazan de altivez.
Existe una alianza —a veces tácita, a veces explícita— entre el populismo y el extremismo, cuya raíz está en el 18 de octubre. En aquellos días, mientras las fuerzas político-delictivas quemaban y destruían, los parlamentarios astutos presionaban con su propio programa a un gobierno confundido y golpeado por todos lados.
La violencia fue eficaz para generar enorme temor, y una de sus manifestaciones fue el acomodo aquí y allá. A río revuelto, los políticos oportunistas reforzaron su propio poder. El acuerdo del 15 de noviembre fue sin duda un hito de la política del miedo.
La mayor amenaza para el régimen democrático y las posibilidades de progreso está representada por la convergencia de la demagogia y la violencia, la alianza entre la retroexcavadora y la molotov, que en los hechos se retroalimentan. Son los extremistas los que abonan el terreno mediante la acción directa, y luego viene la cosecha de los populistas. Y son estos los que justifican el vandalismo como “expresión del pueblo”, y lo usan enseguida para conseguir ventajas partidistas.
Se ha incrementado el riesgo de disolución moral en el mundo de la política, lo que puede acarrear nuevas penurias a nuestro país. Está a la vista que la democracia puede ser socavada desde el propio Congreso, como lo dejan de manifiesto quienes se muestran dispuestos a quebrantar la Constitución. En consecuencia, más allá de los actuales alineamientos, es necesario unir a todos los que quieren defender el valor superior de la convivencia en libertad, en un marco constitucional respetado por todos.
La mayoría de los chilenos quiere superar las dificultades, reconstruir lo que hemos perdido, conquistar un futuro con menos zozobras. Esa mayoría no quiere aventuras, sino trabajo, seguridad, oportunidades, estabilidad institucional y mejor democracia. No podemos bajar los brazos.
Sergio Muñoz Riveros