A los diez años y equipada con una libreta, lonchera y binoculares, una niña llamada Rachel Carson (1907-1964) explora con soltura los bosques de Springdale, Pensilvania, observando patrones migratorios de aves y escribiendo con precisión cómo los hábitos de gusanos activan la fertilidad de la tierra. Autodefinida como reportera e intérprete del mundo natural, en la década de 1950 una Rachel ya convertida en zoóloga marina emergería como autora reconocida gracias a su trilogía de la vida en el océano. En ella articuló matices literarios con sofisticada evidencia científica para narrar tanto la belleza del mundo submarino como el impacto humano en sus ciclos.
Los acuciosos relatos de Carson alcanzarían su cenit con Primavera Silenciosa (1962), libro que hoy es considerado pilar fundamental de la ecología moderna, al demostrar las consecuencias fatales del uso indiscriminado del pesticida DDT, dada su toxicidad e irreversible condición de almacenarse en tierra y agua. Este entendimiento y narración de la naturaleza no como un universo inmóvil, sino como una conjunción de sistemas complejos e interconectados, no hubiera sido posible sin el curso postal de la Escuela Agrícola de la Universidad de Cornell, que a principios de siglo permitió que niñas y niños como Rachel tuvieran experiencias transformadoras con aves, peces, anfibios, reptiles, mamíferos, insectos y plantas, sin importar riesgos asociados a caídas o contacto directo con la tierra.
Mientras pienso en el renovado interés por exploradores naturalistas, como Darwin, Humboldt y la misma Carson, recuerdo haber sido testigo de una de las salidas fuera del aula de escolares santiaguinos, específicamente al Parque Quinta Normal o, mejor dicho, al “museo que alberga el esqueleto de la ballena”, obviando que lo que rodea al edificio contiene vestigios del que fuera nuestro Jardin des Plantes. ¿Qué pasaría si, además, deambularan curiosamente entre arboledas catalogando especies? ¿O aprendieran geometría identificando formas de crecimiento de los troncos? ¿O registraran sus colores y texturas para adentrarse luego en su fisiología?
El valor pedagógico y cultural que pueden alcanzar excursiones al mundo exterior cobra hoy más sentido que nunca. Darse cuenta de que el recorrido del agua forma una cuenca geográfica, o reconocer que la cordillera de los Andes es clave para entender, por ejemplo, la riqueza de Chile, puede alimentar un sentido de nación. Saber de nuestros ecosistemas determina ineludiblemente una responsabilidad sobre ellos.