La lectura del “Diario de un urgenciólogo”, artículo de Sábado de “El Mercurio” (30 de mayo), en el cual el Dr. Augusto Araya relata lo que ha sido su vida profesional y personal durante las últimas semanas, es un testimonio contundente de la fuerza de una vocación médica sometida a una prueba extrema. Habla de alteridad, de empatía, de idealismo, de esfuerzo físico y mental, de dolor y angustia, sin usar ninguna de estas palabras. Me sacudió afectivamente y despertó las vivencias de una situación, en muchos aspectos análoga, de mi vida profesional como residente en el Hospital Roberto del Río, causada por brotes epidémicos de sarampión en los años 1967 y 1968.
Durante varias semanas, el Servicio de Urgencia estuvo trabajando al máximo, atendiendo niños graves provenientes de los campamentos y “tomas” del área norte de Santiago o de las zonas rurales de Colina, Lampa y Batuco. Algunas noches tuvimos más de 30 ingresos, la mayoría preescolares y lactantes mayores, casi todos con algún grado de desnutrición, un alto porcentaje de los hospitalizados tenía una insuficiencia respiratoria grave asociada a una bronconeumonía estafilocócica con derrame pleural y neumotórax secundario. Perforar el espacio intercostal, para pasar un catéter de drenaje y conectar una trampa de agua, en un niño que se retuerce, es algo muy estresante. Terminábamos esos turnos con el mismo cansancio trasnochado que describe el Dr. Araya y, al igual que él, junto con entregar el turno, frecuentemente, debíamos informar a los expectantes padres y abuelos el fallecimiento de un niño y llevarnos ese dolor a la casa.
Sin duda, son situaciones que, afortunadamente, ocurren a lo lejos, pero que con menor intensidad y dramatismo, a escala individual, hacen parte de la vida médica habitual: acoger a una persona enferma o que cree estarlo, entrar en su intimidad, intentar diagnosticar —lo que puede ser muy difícil— y proponer un tratamiento, cuando lo hay, o, en caso contrario, hacerse parte de un proceso de “bien morir”. Un trabajo arduo, difícil, de enorme responsabilidad y, por lo mismo, generador de desgaste emocional y, a la vez, apasionante. Como lo describe sabiamente uno de los aforismos hipocráticos: “El arte (el quehacer médico) es largo (de aprender), la vida es breve”. Es ese ethos común lo que otorga a la profesión médica su sello único y explica los sentimientos de camaradería y colegialidad que los une.
Obviamente, no todos son fieles a ese espíritu de alteridad y entrega desinteresada, pero la mayoría lo es y, en situaciones como las que estamos viviendo, lo demuestran. Ha sido así desde los inicios históricos de la medicina. A este respecto, es significativo el párrafo que Tucídides le dedica a la actuación de los médicos en la epidemia que asoló al Peloponeso, durante la guerra entre Atenas y Esparta: “Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande pestilencia, ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la enfermedad, y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos”.
La literatura abunda con relatos de ejemplos heroicos de abnegación por parte de los médicos y de todo el personal sanitario en tiempos de epidemias, guerras y catástrofes. Al repasar esta noble historia, es inevitable recordar los consejos de un médico a su hijo que quiere seguir su profesión, atribuidos a Esculapio: “Si tienes un alma bastante estoica para satisfacerse con el deber cumplido sin ilusiones; si te juzgas bien pagado con la dicha de una madre, con una cara que te sonríe porque ya no padece, o con la paz de un moribundo a quien ocultas la llegada de la muerte; si ansías conocer al hombre, penetrar todo lo trágico de su destino, ¡hazte médico, hijo mío!”.
Pedro Pablo Rosso
Profesor emérito de la Escuela de Medicina y rector emérito
Pontificia Universidad Católica de Chile