La Confech (Confederación de Estudiantes de Chile) ha hecho público un comunicado a propósito de las circunstancias excepcionales por las que hoy atraviesa el país.
En vano se busca en esas líneas una comprensión de los días amargos por los que el país atraviesa, un dibujo de las acciones cooperativas que debiéramos emprender para sobrellevarlos, un ánimo colaborativo para superarlos.
Nada de eso.
En vez, lo que abunda son los conjuros retóricos acerca de las múltiples necesidades que aquejarían a los estudiantes y lamentos terminantes acerca del quehacer ineficiente de las autoridades para satisfacerlas. Como si nada hubiera ocurrido —como si la naturaleza hubiera en estos meses permanecido incólume—, aparecen en ese comunicado los diagnósticos de mercantilización del sistema educativo, las solicitudes de atención hacia las minorías sexuales, las quejas frente al esfuerzo que supone la hora presente, las peticiones de cuidado psicológico por la tensión que estos días causan, la derogación del CAE, la demanda de una educación gratuita, el apoyo del Estado como si él, por razones difíciles de comprender, no comprendiera o no padeciera el problema.
Como si el problema por el que atraviesa el país consistiera en algo tan simple como un Estado mezquino frente a una ciudadanía sufriente, quienes firman el comunicado de la Confech parecen olvidar, de una manera que desmiente su condición de universitarios, la índole de lo que hoy día ocurre.
Ser universitario es acceder a una forma de reflexión, asomarse a una comprensión superior de la realidad que permite apreciar las complejidades y evitar el diagnóstico fácil tejido en asambleas. Desgraciadamente, al leer ese comunicado se tiene la impresión de que quienes lo redactaron están lejos de ese espíritu que la universidad ha intentado —ojalá no sea en vano— inocularles. Ellos piensan que hoy es la hora de reclamos meramente distributivos y no, como en verdad es el caso, la de afrontar un evento imprevisible que tiene al mundo —sí, al mundo— en ascuas. No se explica de otra forma que en lugar de redactar un texto en el que manifestaran su voluntad de colaborar, hayan preferido escribir un verdadero manifiesto reivindicativo, una suma de peticiones, un listado de necesidades que hace caso omiso de la circunstancia excepcional por la que hoy el país atraviesa, como si el principal de sus males inmediatos fuera un asunto de justicia distributiva que, una vez resuelto, disipará la amenaza.
Los estudiantes —alguna vez, ya lejana, la vanguardia intelectual de las nuevas generaciones— arriesgan en ese comunicado convertirse en un mero grupo de interés, una asociación espontánea de personas que reclaman la satisfacción inmediata de sus intereses en razón de lo que son, de la condición que comparten, y no, en cambio, un grupo de ciudadanos provistos de deberes que deliberan acerca de los problemas excepcionales que el país experimenta y que se disponen a hacer lo necesario para superarlos.
Alguna vez se dijo que el mayor peligro de los seres humanos era alienarse, hacerse ajenos a sí mismos, volverse de espaldas a su propia condición y comportarse como si la ignoraran.
Lamentablemente la declaración de la Confech insinúa una especie de alienación de nuestros estudiantes o de quienes pretenden dirigirlos.
No se explica de otra forma una declaración tan estrambótica, solo a la altura del descalabro natural que hoy día nos amenaza. La alienación es lejanía de la realidad y abandono de la razón, un descuido de los hechos y un apego ante todo a la propia subjetividad. Algo de eso parece estar ocurriendo a los estudiantes que redactaron esa declaración. Hipnotizados por sus propias necesidades se han dejado enajenar el mundo que tienen en derredor —el mundo en derredor es siempre una circunstancia particular— y por esa vía arriesgan ignorarlo.
Carlos Peña
Rector UDP