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Editorial
Martes 25 de febrero de 2020
Franja electoral y políticos
Si los dirigentes están desprestigiados y como fórmula de desagravio solo intentan “agradar” a “la calle”, disminuye la probabilidad de ejercer un liderazgo ejemplificador.
La franja electoral se instauró para el plebiscito del 5 de octubre de 1988, momento refundacional de la democracia chilena, con el fin de entregar herramientas comunicacionales a las posiciones que competirían por el sufragio popular en las votaciones sobrevinientes. En esa época, la televisión abierta era claramente el medio con mayor impacto sobre la población, por lo que la franja tuvo una particular importancia en el resultado de ese plebiscito, al otorgar tiempos equivalentes a las posturas del Sí y el No. Estas representaban, genérica y respectivamente, al gobierno del momento y a la oposición a él.
A partir de las siguientes elecciones, la franja comenzó un paulatino proceso de pérdida de relevancia, tanto por la aparición de otros mecanismos comunicacionales que resultaron ser más eficaces como por la creciente devaluación de la televisión abierta como insumo informativo de las personas. A su vez, la asignación de los tiempos al interior de la franja para los distintos partidos políticos e independientes comenzó a hacerse cada vez más compleja de resolver, dada la diversidad de colectividades y cargos a elegir en las subsecuentes elecciones, todo ello impulsado, además, por la dinámica del proceso político nacional.
El próximo plebiscito del 26 de abril abrió una serie de interrogantes respecto de cómo resolver la asignación de tiempos al interior de la franja, tanto a los distintos partidos políticos como a las agrupaciones de la sociedad civil, las que podrían ser, teóricamente, muy numerosas. Finalmente, se decidió que los partidos políticos deberán ceder un tercio de su tiempo a dichas agrupaciones. El tema no es menor. Por una parte, los partidos políticos están conscientes de su pérdida de prestigio ante la ciudadanía y, por otra, esta siente que fue la manifestación de su malestar con el estado de cosas la que condujo al acuerdo que desembocó en la reforma constitucional y el próximo plebiscito, por lo que cree que es ella, más que los partidos, la que debe utilizar ese tiempo para expresar sus puntos de vista. Como en una democracia representativa esa voluntad popular se canaliza a través de los partidos, el intentar hacerlo de otra forma solo ilustra las dificultades —prácticas y filosóficas— que ello conlleva, pues ¿con qué criterio se escogen las organizaciones que participarán, y por qué habrían de aceptar ese criterio las que no han sido escogidas?
Más allá de ese problema, y como un corolario del fenómeno anterior, los propios partidos políticos, aunque con distintos énfasis según el caso, han decidido exponer al mínimo, o no presentar en sus mensajes en la pantalla, a sus dirigentes más importantes, o a sus parlamentarios, reconociendo con ello la dificultad que la clase política está teniendo, en la actual coyuntura, para conectar con el ciudadano común. Este es un fenómeno particularmente preocupante. La democracia directa, o de “asambleas”, no funciona en sociedades complejas, de millones de personas, como lo constató el propio Frente Amplio, importante impulsor de ellas, en los ejercicios que ha intentado al respecto.
Una democracia moderna requiere la representatividad, y ella necesita estar legitimada. Pero si los dirigentes están desprestigiados —susceptibles incluso de ser funados en sus apariciones públicas— y como fórmula de desagravio solo intentan “agradar” a “la calle” con sus posturas, disminuye la probabilidad de ejercer un liderazgo ejemplificador que les permitaA recuperar ese prestigio.
Así, otro de los problemas que la actual coyuntura ha relevado es la importancia de los liderazgos políticos y la dificultad de ejercerlos sin caer en populismos.