Universidad Católica iba ganando con justicia a un Colo Colo con evidentes problemas de funcionamiento y de niveles individuales cuando el árbitro Piero Maza tuvo que suspender el partido luego de que el jugador albo Nicolás Blandi resultara herido desde la galería norte.
No está claro —ni nunca lo estará, a pesar de los intentos explicativos de declaraciones públicas de los agresores— si la rabia acumulada era contra carabineros, Mario Salas o el mundo que está plagado de injusticias. Y de verdad, no importa. La acción fue criminal y los que lanzaron la luminaria fogosa a la cancha David Arellano son delincuentes. Simple y sencillamente.
Claro, en el momento de las exigencias sociales y de la rabia por la muerte y mutilaciones de hinchas identificados con los colores blancos, pareciera ser “entendible” que el “pueblo” se exprese a través de acciones violentas porque, en el fondo, como lo expresa la historia, aquella es la única forma de producir revoluciones que permitan cambios y se logre algo de justicia.
Pero no. Esa es la manera cobarde de justificar la carencia de racionalidad.
Y no es que ahora estemos descubriendo la pólvora.
Hace tiempo que los grupos de hinchas del fútbol asociados como manadas se creen con el derecho a utilizar la ruptura violenta como símbolo de su frustración y arma de su reivindicación. Es parte de su génesis. Lo fue en culturas más avanzadas como las europeas y en países vecinos que se supone están más evolucionados y lo ha sido en Chile desde hace más de tres décadas, cuando a “dirigentes” que se creían más vivos que el resto empezaron a reclutar en colegios a jóvenes que cargaban con frustraciones familiares para “enseñarles” a canalizar esa ira frente al “enemigo” futbolero.
Inaguantables esos críos.
Se unieron en piños colocándose camisetas blancas, azules, celestes, verdes y de tonos combinados, pintaron trapos con citas revolucionarias que fueron combinando con rostros desconocidos de “héroes” caídos y terminaron por tomar el control total de la actividad apoyados muchas veces por los propios conspicuos dirigentes deportivos y políticos que hoy salen a hablar de “castigos ejemplificadores”.
Hay que ser cara de palo para ahora dar clases de lo que hay que hacer.
Ya no lo hicieron. El fútbol, como quedó demostrado el domingo en el Monumental, les importa a todos un soberano pepino.