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Editorial
Sábado 18 de enero de 2020
Temas Económicos
La propuesta de una suerte de impuesto al trabajo para introducir un mecanismo de reparto, entre otras discutidas modificaciones estructurales, lleva a vislumbrar un complejo cuadro para nuestro sistema previsional en el largo plazo. En temas de esta trascendencia, el rigor técnico debe lograr imponerse a los gritos de la calle.
Pensiones: una propuesta compleja
Hoy, las encuestas ubican a las pensiones como la principal demanda de la población. Más allá de la influencia de grupos de presión interesados en desmantelar el sistema de capitalización individual, la inquietud ciudadana por el bajo monto de las jubilaciones es consecuencia de la lentitud de la clase política en realizar los ajustes necesarios al sistema, así como de las omisiones de la propia industria en cuanto a advertir de los problemas y su urgencia. Extender la edad de jubilación, aumentar la tasa de contribución y la incorporación de independientes —legislada recién el año pasado— han sido algunos de los temas generalmente excluidos del debate.
La propuesta planteada por el Gobierno esta semana —que reformula sustancialmente su proyecto original— contempla un incremento, desde el 10% vigente, al 16% en la tasa de cotización, el cual recaería íntegramente sobre el empleador y se alcanzaría gradualmente en un plazo de 12 años. La mitad del alza iría a cuentas individuales y el otro 3% operaría como una suerte de impuesto al trabajador para financiar un fondo de reparto.
Solidaridad no implica reparto
En contraposición a lo que distintas encuestas plantean y a lo que el análisis técnico sugiere, la oposición aboga por destinar la totalidad de los seis puntos de cotización adicional al reparto, mientras el Ejecutivo apuesta por la mitad. Cualquiera sea el resultado final, tendrá severas repercusiones.
Desde luego, el reparto significa una mala noticia para el mercado laboral. Hoy, a pesar de que todo lo ahorrado va a las cuentas individuales, solo el 60% de los ocupados declara cotizar para su vejez. Con un impuesto al trabajo esa cifra solo podría aumentar. A ello se agrega la extendida práctica de subcotizar —las asignaciones no imponibles bordearían el 18% y 8% de las remuneraciones brutas de los empleados de los sectores público y privado, respectivamente—. Al financiar pensiones actuales a partir de la cotización del trabajador, el reparto debiera aumentar estos indicadores. Así, destinar varios puntos de cotización a este esquema puede afectar la sostenibilidad de la seguridad social, los salarios y la informalidad, que ya alcanza el 30% de la ocupación.
Pero además, el cambio demográfico hace insostenible un sistema que apueste por el reparto. Ante la acelerada caída de la natalidad y el aumento de la longevidad, una porción de trabajadores cada vez menor en términos relativos pagará el impuesto que financie las pensiones de un número de jubilados en crecimiento. Será entonces necesario que el descuento al trabajador suba para que los desembolsos no disminuyan, con el consiguiente detrimento de la formalidad. Las duras experiencias de Brasil, Grecia y España así lo ejemplifican.
En este contexto, sorprende la inclinación por el peor impuesto posible, aquel que grava el trabajo, para financiar la necesaria solidaridad.
Deficientes incentivos, incertidumbre en rentabilidad
Buscando un acuerdo con la DC, el Ejecutivo ya optó el año pasado por no delegar la administración del ahorro adicional en las AFP, sino que en un nuevo ente público. Esta exclusión implica un encarecimiento innecesario del sistema y un aumento en la incertidumbre respecto del futuro desempeño de la rentabilidad de la nueva contribución que vaya a la cuenta individual.
En cuanto a la gestión de la actual cotización de 10%, se aspira a intensificar la competencia facilitando la entrada a la industria de actores como sociedades sin fines de lucro y cooperativas. Si esto llega a operar como una discriminación en contra de determinadas instituciones y las reglas que las regulan, sería un primer paso para afectar principios estructurales del sistema, como son el giro único, la competencia justa y el aseguramiento de retornos y calidad. Como sea, es poco probable que este cambio se traduzca en menores comisiones ni mejor desempeño de los fondos.
La reforma también establece que las gestoras deberán devolver a los afiliados parte de las comisiones cobradas cuando los fondos hayan tenido números negativos. Subyace a esta medida la errada noción de que las AFP y quienes vayan a competir con ellas pueden aislarse de la volatilidad de los mercados. La contribución de los benchmarks al alineamiento de los incentivos ha sido ignorada. Ante este rediseño, las administradoras responderán invirtiendo de forma más conservadora. Considerando que un punto menos de retorno reduce las pensiones en casi 25%, los efectos de esa estrategia pueden advertirse. Dejar un solo fondo fuera de la nueva restricción parece una solución demasiado simple a un problema de incentivos complejo.
Además, la iniciativa del Ejecutivo contiene una serie de medidas para que los afiliados puedan incidir de forma más directa en la gestión de las administradoras. La incorporación de uno de ellos en cada uno de los directorios de esas instituciones asoma como la más relevante. Se suma la idea de interferir en el proceso de nombramiento de directores en las compañías en que las administradoras invierten. Esto representaría un cambio relevante en los gobiernos corporativos de algunas de las empresas más importantes del país. Los efectos deben ser evaluados. Ante criterios distintos de los técnicos en la selección de nuevos directores, el impacto negativo no se dejará esperar.