El fútbol ha sido un protagonista permanente en los Juegos Olímpicos modernos. De hecho, solo en Los Angeles 1932 estuvo ausente. Y por un par de atendibles razones. Según cuentan los historiadores del deporte, a los dirigentes olímpicos no les agradaba que sus pares futboleros permitieran el profesionalismo entre sus cultores porque atentaba con el espíritu amateur de la deportividad enunciada con devoción por el barón Pierre de Coubertin. No es todo. Como los Juegos se realizarían en suelo estadounidense, a los organizadores no les pareció que un deporte tan ajeno a la idiosincrasia del país tuviese figuración. Así que por ello, en Amsterdam, durante los Juegos Olímpicos de 1928, se le comunicó oficialmente al presidente de la FIFA, Jules Rimet, que no se le enviaría invitación a Los Angeles.
Huelga decir que tal determinación apresuró y cristalizó una idea que ya tenía Rimet: hacer una Copa Mundial de fútbol. Ella, de hecho, finalmente se realizaría dos años antes de la cita estadounidense (1930) y en el país del doble campeón olímpico (Uruguay). Golpetazo de Rimet.
Y pese a que el fútbol y el olimpismo recompusieron relaciones y de ahí para adelante nunca más hubo veto al balompié, es un hecho que el COI y la FIFA han mantenido distancia una de la otra, lo que ha derivado en que el fútbol nunca haya tenido mucha relevancia en los Juegos y que tampoco este se haya interesado mucho en obtenerla.
Por eso es que cuando se está enfrentado a un torneo Preolímpico clasificatorio —como es el que vivirá Chile y el resto de Sudamérica este mes— uno sabe de antemano que más que las ansias competitivas en los participantes lo que prima es el honor de ser parte de una cita tradicional y emblemática.
Con eso en mente y, por cierto, con la ilusión de que el equipo chileno sea capaz de emular aquella memorable participación en los Juegos Olímpicos de Sydney donde la Roja logró una meritoria medalla de bronce, es que la cita preolímpica adquiere cierta importancia competitiva que, claro, debe ser lo que aliente y motive a los jugadores. El deporte es competencia por definición.
Pero de verdad, clasificar a Tokio es la meta pero no es lo único trascendente.
Lo que también habría que ponerle como objetivo a esta Sub 23 es que eleve su capacidad colectiva y exponga una forma de juego que evidencie el sentir técnico de quienes hoy conducen las selecciones mayores. Es decir, dicho en palabras más claras, lo que podría verse como un triunfo es que esta escuadra refleje los conceptos de los jefes técnicos colombianos —Reinaldo Rueda y Bernardo Redín—, algo que no han logrado en los amistosos de la Sub 23 ni menos en la selección adulta, en cualquiera de sus versiones (amistosos y la Copa América de Brasil).
No es todo.
También debe ser una pretensión —o tal vez, una exigencia— que luego del Preolímpico en el balance serio se pueda contar con algún puñado o grupo de jugadores como candidatos al recambio de la Roja para los desafíos que vienen (Copa América, eliminatorias y, ojalá, Mundial de Qatar).
¿Será posible?
Difícil, claro. Parece una utopía. Pero de eso se trata un sueño.