Dos destacados intelectuales de centroderecha han argumentado en este mismo espacio que nuestro sector debe enfrentar el plebiscito de abril como una oportunidad y no como un salto al vacío. Esto supone votar apruebo, pues esa es la opción que permite ser un protagonista del futuro, así como jugar un rol en el verdadero debate que tendrá lugar después, cuando los constituyentes estén deliberando y, constreñidos por la regla de los dos tercios, se vean encaminados a concordar en un texto razonable. No habrá espacio —nos aseguran— para “el florecimiento barroco de la imaginación”. Discrepo de este punto de vista, por lo que expondré brevemente las razones por la que marcaré la opción rechazo.
La verdadera opción frente a la que tendremos que definirnos en abril no es si queremos ser protagonistas del futuro, sino si apoyaremos con nuestro voto el quiebre institucional impuesto por la fuerza, luego de la brutal jornada de violencia del 12 de noviembre pasado. La cruda realidad que nadie puede ignorar es que ese fatídico día nuestra institucionalidad llegó a un callejón sin salida; impotente para restablecer el orden público el sistema político tuvo que elegir la renuncia menos costosa para el sistema democrático y el Estado de Derecho.
Describir un proceso de cambio constitucional que ocurre en un prístino medio ambiente de diálogo, en que partidos de gobierno y oposición, excepto el PC, acordaron generosamente caminar hacia un nuevo pacto social, simplemente no corresponde a la realidad. Así también, es un autoengaño creer que basta seguir el procedimiento formal de reforma constitucional para que este camino se legitime, pues las normas jurídicas son generales y abstractas; una disposición hecha para el caso específico, bajo el temor de que el país caiga en la ingobernabilidad y la anarquía, no sanea los vicios evidentes que tiene este procedimiento.
Votaré rechazo no porque quiera anclarme al pasado, sino para abrir la puerta que nos devuelva al sistema institucional en que se pueden discutir, pactar y aprobar todos los cambios constitucionales que el país quiera, sin que ello signifique claudicar frente a la violencia irracional.
Inmediatamente después de suscrito el acuerdo, cuyo sentido era convenir un nuevo clima de entendimiento para enfrentar la crisis, ocurrieron tres hitos imposibles de ignorar: la oposición intentó destituir al Presidente de la República, aprobó la acusación constitucional contra el exministro del Interior Andrés Chadwick y se desató un nivel de violencia —funas— en el Congreso, como no se había visto nunca desde el retorno a la democracia. Estos hechos me impiden augurar ese debate racional, enmarcado por “los temas que todas las constituciones deben tener”, que presagian los autores de la columna que comento.
Cuando se abandona el respeto a las reglas y los procedimientos —lo hicimos desde el 15 de noviembre—, inevitablemente se legitima el ejercicio del poder desprovisto del apego a las formas y sus requisitos. Es inevitable que la sociedad entienda el voto por la opción rechazo como el retorno a la Constitución vigente y la validación de sus instituciones; la alternativa apruebo, en cambio, como la búsqueda de algo completamente diferente. Como bien dijo el senador Girardi, el voto apruebo se entenderá como el camino para poner fin a la propiedad privada como la entendemos hoy, a “este Tribunal Constitucional” y, en definitiva, al modelo neoliberal.
Por eso, si es que llegamos a la convención constituyente en este ambiente enrarecido, de funa y descalificación, la votación que obtenga la opción rechazo será, a no dudarlo, la medida de la legitimidad con la que podrán defenderse todas las instituciones de un orden constitucional aceptable para la centroderecha. Es decir, para que sea viable, desde nuestra visión de un orden social libre y justo, eso que algunos llaman “la casa común”.
Votaré rechazo, no porque les tenga miedo a los cambios. Lo haré sencillamente porque creo en ese sistema de reglas que garantiza los derechos individuales y rechaza la violencia como medio de solución de las diferencias, que llamamos democracia.
Gonzalo Cordero M.
Abogado