Arturo Vidal representa hoy la imagen más icónica de la llamada “generación dorada” del fútbol chileno: el volante es una estrella que aún alumbra y opaca a cualquier otra figura que esté emergiendo, pero las opciones de que siga siendo por mucho tiempo más una figura del tonelaje que tuvo en su mejor momento son, simplemente, utópicas.
No es una crítica a Vidal, vaya que no.
Uno ve hoy al volante chileno corriendo todas las pelotas cuando le toca jugar en Barcelona, uno escucha con orgullo cómo lo alaba la siempre bipolar prensa deportiva española, uno escucha a los hinchas inventando gritos que parecen alabanzas homéricas, que claro, demuestran la vigencia del Rey Arturo en la elite.
Pero también es claro que Vidal está viviendo la última parte de su brillante carrera europea. Que si bien no hay fecha de vencimiento como en el caso de otros componentes distinguidos de la “generación dorada” (Medel sabe que el reloj está corriendo rápido, por ejemplo) sí es un hecho que no puede hacer apuestas de mediano plazo. Tiene, más bien, que poner todas las fichas en la mesa y acumular el botín más grande desde el punto de vista económico y también deportivo.
Desde esa perspectiva, que Vidal esté pensando en una salida de Barcelona para llegar a Inter de Milán no es para nada un plan descabellado ni menos el signo de un amurramiento por el no pago de bonos comprometidos contractualmente (que es lo que lo tiene hoy en conflicto con su club). Es, de hecho, el mejor camino que hoy puede tomar.
Y no porque, como se dijo desde su llegada al cuadro catalán, Vidal carezca del ADN del equipo. Al contrario, justamente se fijaron en él porque no es el típico jugador diseñado en La Masía sino que era uno que se crió en el barrio, en canchas de tierra y soñando con traspasar las rejas y jugar en un estadio de pasto parejo.
Y eso es lo que ha transmitido cada vez que ha jugado —bien o mal, poco o mucho, como volante, defensa o atacante— cada vez que Barcelona lo ha requerido.
Pero a pesar de ello, Vidal siente que, a estas alturas, necesita y pide más que ser una buena pieza de urgencia. Quiere ser ídolo, el mejor, un primus inter pares porque la gloria personal, aunque se diga lo contrario, es más eterna que la ganancia colectiva.
En Italia le están ofreciendo la oportunidad de él ser el forjador de su destino. El entrenador Antonio Conte lo espera y ya tiene en su cabeza la idea de que Vidal sea para su Inter lo que fue para su Juventus hace algunos años: un guerrero que vaya a todas, que contagie y que, además, se convierta en un abastecedor de esa delantero imaginaria aún —pero posible— compuesta por Lukaku, Alexis y Lautaro Martínez.
Vidal tiene derecho a pensar en su propia conveniencia. No en la de los hinchas que quieren verlo alzando algún día la Champions League como si ella fuera la gran victoria del chileno en su brillante carrera (lo que, por cierto, no sería verdad).
El Rey Arturo tiene aún batallas por dar pero él —y solo él— es quién debe decidir cuáles son y cómo las dará.
El volante que construyó una forma personal de jugar, el mejor futbolista chileno de la historia, merece escribir su propio epilogo.