El Mercurio.com - Blogs : Funas y degradación del debate
Editorial
Viernes 20 de diciembre de 2019
Funas y degradación del debate
Las agresiones y el hostigamiento en el Congreso atentan contra el proceso deliberativo propio de una democracia.
La convivencia del país se ha deteriorado. Ello constituye una verdad innegable, luego de los acontecimientos del 18 de octubre. Testimonio elocuente son las imágenes de las principales ciudades de Chile, con calles vandalizadas y muros colmados de todo tipo de rayados que proclaman el odio y promueven la violencia contra otros ciudadanos. Pero las dimensiones del fenómeno van más allá y alcanzan muy distintos ámbitos, desde los espacios familiares a las dimensiones profesionales. Frente a ello, el mundo político parecería llamado a ejercer un liderazgo conciliador, que permita reconstruir confianzas y recuperar así las bases de la convivencia. Ello fue, de hecho, lo que la ciudadanía valoró en el acuerdo constituyente del 15 de noviembre, pero desde entonces esas señales no han sido siempre las dominantes e incluso la propia materialización de ese acuerdo a través de la reforma a la Carta Fundamental que ayer despachó el Congreso ha estado jalonada de episodios conflictivos. En ese contexto, la Cámara de Diputados ha jugado un papel lamentablemente protagónico como escenario que reproduce y agudiza la crispación.
Por cierto el deterioro de la convivencia interna en la Cámara y la progresiva pérdida de las formas republicanas han sido un proceso largo, que venía gestándose desde mucho antes del llamado estallido social. En efecto, hace ya varios años se han venido observando y tolerando allí prácticas reñidas con la dignidad de sus tareas. El “acarreo” de público a las tribunas, no para el ejercicio cívico de seguir el proceso deliberativo, sino para simplemente aplaudir o abuchear a los parlamentarios, cual barras bravas; la incorporación de letreros de toda clase a los puestos de trabajo de los congresistas, con el objeto de llamar la atención o de solo provocar; el uso de un lenguaje inadecuado o, derechamente, la normalización de los insultos y, en algunos casos, del conato entre los diputados, se han ido haciendo tristemente recurrentes.
En las últimas semanas, sin embargo, la situación se ha exacerbado a un grado extremo. Hace solo unos días, una diputada optó por llegar encapuchada a la sesión en que se votaría la acusación constitucional contra el Presidente de la República, en aparente guiño al violentismo, pero además contraviniendo simbólicamente un supuesto básico de la discusión democrática, cual es la capacidad de exponer los argumentos con honestidad y a rostro descubierto. A su vez, otros parlamentarios utilizan sus redes sociales para denostar a sus colegas, incitando verdaderas funas virtuales. Un fenómeno especialmente grave es la utilización de “asesores” de los congresistas —personal pagado con recursos del Estado para supuestamente apoyar la tarea parlamentaria— para hostigar a otros legisladores o a funcionarios de gobierno, tanto desde las tribunas como en los pasillos del Congreso.
La discusión constitucional de esta semana vino a agregar nuevos capítulos a esta lamentable saga, con abundantes descalificaciones, diputados haciendo ingresar público de manera irregular, irrupción violenta de manifestantes en el hemiciclo y ambigua reacción de algunos congresistas ante ello.
Sorprende que muchos diputados no adviertan la gravedad de todo esto, pretendiendo minimizarlo como meras cuestiones formales que pudieran ser pasadas por alto en nombre de alguna causa superior. Olvidan que son precisamente esas formas, sustentadas en el respeto a sus colegas y en el reconocimiento de la legitimidad del mandato entregado por la ciudadanía a cada uno de ellos, las que permiten el proceso deliberativo propio de una democracia. Cuando quienes sostienen determinadas posiciones son no solo descalificados, sino además hostigados y hasta agredidos, el debate se va tornando cada vez más difícil, desplazado por las presiones y aun las acciones de fuerza. Es importante que los propios diputados hagan respetar su reglamento, pero además es necesario un rechazo transversal de todos los actores políticos frente a estas prácticas. La debilidad exhibida por muchos en esta materia podría estar dando cuenta, o del temor de algunos a ser objeto de futuras agresiones, o de bajas convicciones democráticas por parte de otros. Ambas posibles explicaciones serían igualmente graves.