La visita del diputado Bolsonaro -y su recepción acrítica por parte de la UDI y el ministro Alfredo Moreno- es un síntoma inicial de lo que arriesga hoy la derecha: deslizarse hacia el rechazo de la democracia liberal.
Y es que los políticos como Bolsonaro, él o su padre, no son peligrosos por lo que dicen, sino por la forma en que conciben la vida y el quehacer político.
Según una muy antigua tradición (que es posible remontar nada menos que a Aristóteles), la tarea de la política consiste en orientar y contener, mediante la deliberación, las pasiones espontáneas de la gente. El papel de la palabra en la vida pública, enseña esa tradición, no es simplemente replicar lo que las personas espontáneamente creen o anhelan, sino en corregirlo. Por eso Platón y Aristóteles, Cicerón y Horacio (a partir de un poema de Arquíloco) retratan al político como el piloto que conduce la nave del Estado.
De ahí que quepa hablar hoy no de democracia a secas, sino de democracia liberal.
Y es que la libertad de expresión, el respeto a la diversidad étnica y sexual, el fomento de la autonomía y la igualdad de todos, la pluralidad como un bien -los principios liberales que políticos como Bolsonaro deterioran- crean las condiciones para que el juicio de la mayoría no sea la simple expresión de sus humores espontáneos.
Y eso es lo que políticos como Bolsonaro -y quienes lo reciben acríticamente y se sacan fotos con él para captar parte de su aura- ponen en peligro.
En efecto, alguien como Bolsonaro, y esto es lo que lo hace dañino para la democracia liberal, cree que el papel del político es atender a las pasiones de la multitud, prestar oídos y seguir sin más el sentimiento del hombre y la mujer promedio que, intoxicados de temores, ignorancias, prejuicios e inseguridades, demandan cada cierto tiempo echar por la borda los principios de la vida cívica. La gente, ese sujeto que es todos y es nadie (como cuando se dice "la gente cree que tal o cual cosa") es una medianía que carece de discernimiento. Y la habilidad de políticos como Bolsonaro consiste en saber detectar su humor y su talante a tiempo y devolvérselo para que así la gente quede hechizada con sus propios temores.
Por supuesto, la actitud del político como Bolsonaro (y de quienes en Chile están cometiendo el error de imitarlo como J.A. Kast) está casi siempre envuelta en pretextos más o menos ideológicos. Al lenguaje racista y sexista se le presenta como un desafío a lo políticamente correcto y así como una forma de honradez y un principio de liberación; el rechazo a la inmigración como una forma de sano nacionalismo; las políticas de control policial y el uso de la coacción en las calles, como una forma de protección al ciudadano sano y bien portado; el maltrato a las diversas formas de identidad sexual, como una reivindicación de la naturaleza y un rechazo a las ideologías que, como la de género, la traicionarían; la restauración del orden como el valor básico de la vida social, etcétera.
Así, el modelo que representa Bolsonaro -al que en Chile cierta parte de la derecha parece recibir con inconfesable entusiasmo- no es un simple pase de manos para seducir al electorado y ganar elecciones: es una amenaza directa a la forma en que la democracia liberal concibe la vida cívica.
Y aunque quienes lo han recibido esta semana no lo adviertan, es un hecho grave para la salud de la vida pública.
José Antonio Kast, es seguro, ve en Bolsonaro un tipo de liderazgo digno de ser imitado; los dirigentes de la UDI y RN, una forma de halagar a parte de su electorado; pero ¿el ministro Moreno? ¿Qué extraña pulsión fue la que lo movió a transitar del inocente buenismo que hasta ahora había cultivado a estrechar la mano y los lazos con un diputado que desprecia la democracia liberal y profiere una y otra vez un discurso vulgar, sexista y racista?
Es probable que Alfredo Moreno piense -y lo piense de veras- que conversar con todo el mundo es una muestra de apertura y de tolerancia, una manera de enseñar cómo hay que comportarse en la vida pública. Pero si esa es la razón, hay que alarmarse del malentendido en el que él incurre porque la cortesía es una cosa y la convergencia de principios e intereses en la vida política (como la que él insinúa al juntarse formalmente con Bolsonaro) es otra muy distinta. La vida cívica no se hace de palmotadas y sonrisas, sino de principios, prácticas y palabras que orientan el trato con los demás y revelan cómo, de veras, se los concibe.
Una explicación alternativa es que en el gesto de Moreno haya otra muestra del buenismo del que ha hecho gala el que, quedaría demostrado ahora, no era un gesto oportunista, sino una profunda convicción. Pero eso sería aún peor porque el reverso intelectual del buenismo es la ingenuidad, y la ingenuidad en política equivale a la total indefensión.
Y lo que la democracia liberal necesita hoy día cuando está amenazada de lo que, sin exageración -la frase es de Chomsky- cabría llamar neofascismo, es cualquier cosa menos la ingenuidad.