Una niña candorosa de 11 años, huérfana de madre y abandonada por su padre, vive una experiencia asombrosa: se encuentra embarazada sin haber tenido sexo con ningún hombre. Es Ángela Muñoz, a quien todos en el pueblo llaman
Jeidi porque vive en un cerro junto a su abuelo Raúl, en la aldea de Villa Prat, ribereña del río Mataquito, en la Región del Maule. Transcurre el año 1986, cuando en Villa Alemana se hizo célebre el vidente Miguel Ángel Poblete. El ambiente que rodea a Jeidi es el propio de una aldea campesina de la zona central en la que apenas asoma el proceso modernizador libremercadista que habría de trastornar profundamente las mentalidades y la sensibilidad de los habitantes del campo chileno. Es un mundo ingenuo y crédulo, en el que los valores y costumbres tradicionales rigen sin mayor cuestionamiento. Al principio, nadie cree su versión, pero después cuando una auxiliar de enfermería confirma su virginidad -ese instante clave es expuesto con dura visibilidad ante el lector, para que no le quepan dudas-, el rumor se esparce por el pueblo y de "niña suelta" y "mosquita muerta" pasa a convertirse, en su reducida comunidad aldeana, en "niña Santa". Jeidi asiste a la parroquia, canta en el coro, es cariñosa con su abuelo y muy creyente en Dios y devota de la Virgen María. Su madre murió en su parto y eso la hace sentir culpable. Reza todas las noches, le habla a su madre muerta (aunque sabe bien que está muerta) y también tiene extraños diálogos con un calcetín y un calzón amarillo. Vive los primeros brotes de su despertar sexual con tierna inocencia. Su religiosidad es muy simple, poco ilustrada, confiada en la autoridad del cura y de las monjas del colegio. Los síntomas de su embarazo virginal, que con el tiempo van acrecentándose, le producen turbación y miedo, y trastocan su vida, la de su abuelo, la de sus pequeños amigos Ariel y Vicky y, por cierto, la de todo el pueblo que, luego de las razonables dudas iniciales, coloca en ella y en su futuro hijo esperanzas mundanas y divinas. En la transformación de Villa Prat en lugar de peregrinación para ver a la "niña Santa" se desliza una suave ironía con toques fellinianos, un humor risueño, sin agresividad, que campea por todo el relato.
En ese sentido, la historia de Jeidi puede ser leída como el relato, en la cuerda de un renovado "realismo mágico", de una pequeña mística campesina, o bien como el de una niña solitaria, fantasiosa y algo desequilibrada o, incluso, como una parodia de las peripecias de una adolescente para asumir su sexualidad en un contexto social premoderno.
La autora juega con habilidad en contra de las expectativas escépticas e incrédulas del lector contemporáneo típico, dejando abierta la posibilidad de una explicación médica racional para su embarazo milagroso, mientras Jeidi, su abuelo, sus amigos y el pueblo entero se mantienen firmes en la hipótesis de una intervención sobrenatural. En el clímax, muy bien narrado, en el momento de dar a luz, cuando la autora parece darle la razón a ese lector escéptico, vuelve, al final, a quebrar sus expectativas, generando una inesperada perplejidad que obliga a repensar todo el relato. La narración se despliega límpida, fluida, sin baches ni excursos ni guiños o pliegues posmodernos. Isabel Bustos cuenta una historia poderosa con una seguridad madura, aunque se trata de su primera novela, descolocando al lector, cuya seguridad racional tambalea frente a las alternativas de interpretación, paralogizado por una ambigüedad no forzada que es una parte importante de la gracia de la novela.
La pieza fundamental que permite el funcionamiento del mecanismo de esta ficción es la propiedad, unidad y consistencia del narrador, el cual, con un lenguaje acorde a las características e idiosincrasia de los personajes y a la índole de la historia, introduce con pleno éxito al lector dentro del mundo narrado. Ese narrador, en general, es interior a la historia y adopta el punto de vista de la propia Jeidi, logrando la autora concederle una tonalidad verosímilmente infantil, sutil en las penetración de la psicología femenina de esa fase de la vida, interioridad con la que el lector, a pesar de su escepticismo, no puede dejar de empatizar.
Jeidi es una novela luminosa, escrita con una prosa llana, en la que no faltan hallazgos, subordinada en su construcción a las exigencias de la historia, la cual se inserta en un género inclasificable, porque es realista, mágica, en nada ingenua, fantástica y crítica a la vez, una fábula o una alegoría, una evocación nostálgica y a la vez irónica de un mundo rural ya evaporado.
Es de esperar que la trayectoria de Isabel M. Bustos confirme en las entregas futuras los méritos de este logrado relato.