El Papa Francisco usó algo parecido a una parábola para referirse al caso de Charlie Hebdo:
"Si el doctor Gasbarri dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!" (...) "No se puede provocar", dijo el Papa, "no se puede insultar la fe de los demás. No puede uno burlarse de la fe. No se puede". Según Francisco, la libertad de expresión "tiene un límite".
Hasta ahora, Francisco era el favorito de los creyentes que querían ahorrarse el lado cavernario de la fe, el preferido de quienes pensaban que la fe era la adhesión a un puñado de principios de buena voluntad, una especie de actitud razonable y tolerante frente a la diversidad de la vida humana. Estaban equivocados. Como había dicho Ratzinger en Caritas in Veritate, la simple caridad, el simple anhelo de tratar con cuidado y consideración al prójimo, no tenía demasiado valor sin la verdad que la Iglesia atesora. Y esa verdad, que se refiere entre otras cosas a la santidad de Cristo y a la vida de María como ideal para las mujeres y las niñas, es la que obra, según Francisco, como un límite a la libertad de expresión.
Los creyentes, según Francisco, tendrían derecho a que esa verdad en la que creen no fuera relativizada ni burlada por los no creyentes.
So pena -al menos- de un puñetazo.
A primera vista, esa posición de Francisco parece sensata. Cada uno respetando las creencias fundamentales de los demás, en una perfecta convivencia plural y multicolor.
Pero a poco andar se advierte que su punto de vista es insensato y no puede ser aceptado.
Como las creencias fundamentales son definidas por el propio sujeto que las siente y las profesa, de hacerle caso a Francisco, cada miembro o grupo de la sociedad tendría derecho a erigir lo que creyera o abrazara como fundamental -el núcleo de su fe- como un coto vedado a la expresión o la sorna de los otros. Todos los que no compartieran la creencia declarada como fundamental debieran entonces enmudecer. Así, quienes piensan que el destino final de los seres humanos depende del hecho de que la mujer debe estar subordinada, que las niñas deben someterse a la ablación del clítoris, que el consumo es un error, que la ingesta de este o aquel producto es un pecado, que las transfusiones de sangre están prohibidas, que la homosexualidad es un error moral, que la píldora es una transgresión o el divorcio un pecado, y que reivindican todo eso como una creencia identitaria y fundamental, algo que se confunde con su identidad y su dignidad, estarían protegidos frente a quienes piensan que esas ideas son agraviantes para la autonomía de los seres humanos. Y es que, según el argumento de Francisco (quien parece haber confundido la pobreza evangélica con la pobreza de ideas), esas creencias formarían parte de la fe y serían, de esa manera, un límite a la libertad de expresión.
¿Adónde se llegaría si cada grupo o cada cultura pudiera definir lo que es fundamental para sí misma, aquello que, siguiendo a Francisco, constituye su fe, ese núcleo fundamental que no podría ser afectado por la expresión de los demás so pena de un puñetazo?
La respuesta no es muy difícil.
La cultura democrática enmudecería. La larga tradición occidental de crítica y de sátira de las creencias inverificables -porque eso son las creencias religiosas: apuestas inverificables- desaparecería por el temor de ofender o agraviar a todos los true believers , esos verdaderos creyentes que, como los que mataron a Charlie Hebdo, enarbolan su fe para someter o amagar la autonomía de los seres humanos que no piensan como ellos.
Una sociedad democrática reconoce el derecho de sus miembros a adherir y profesar las creencias que prefieran y a practicar el culto de su preferencia. A eso se le llama libertad religiosa. Sin ella no hay sociedad democrática. Pero esa libertad no concede a quienes la ejercen el derecho de erigir sus creencias como un coto vedado a la crítica y el humor de quienes no las comparten. Y es que usted tiene todo el derecho del mundo a creer en lo que sus padres o su propia experiencia le hayan indicado; pero no tiene ningún derecho a que los demás consideren que lo que usted cree es, por el hecho de que usted lo cree, sagrado.
Las palabras del Papa Francisco revelan una pretensión inadmisible para una sociedad democrática: la idea de que la libertad religiosa incluye el derecho a que las creencias finales de los seres humanos sean protegidas de la forma más feroz, más fecunda y más pacífica de crítica que la cultura humana ha inventado: el humor.