César Lannefranque
Teniendo ya a la vista el texto de una nueva Constitución para Chile, se hace imprescindible una opinión jurídica, técnica y pausada sobre aquellos derechos que la Carta Magna debe asegurar a todas las personas. Uno de ellos es el llamado derecho a la salud, expuesto en una norma de 10 incisos, la que vendría a reemplazar el actual artículo 19 N° 9, referente al derecho de la protección de salud.
En primer lugar, hay que derribar algunos mitos y aclarar que nuestra actual Constitución no consagra el principio de subsidiariedad en el ámbito de la promoción y protección de la salud, como sí ocurre en otros ámbitos. Los fundamentos de estas dos acciones en realidad descansan sobre la visión impulsada a partir de 1945 por la Organización Mundial de la Salud (OMS); esto es, que las acciones de control y regulación del llamado sistema de salud —lo que incluye a los privados— debe ser ejercida obligatoriamente por el Estado.
En lo sustancial, lo que actualmente se consagra en la Constitución vigente son tres derechos de suma importancia. Primero, el derecho de libre e igualitario acceso a las acciones de salud, mediante la Ley N° 18.469, la que regula el ejercicio del derecho constitucional a la protección de la salud y crea un régimen de prestaciones de salud.
El segundo es el derecho que tienen todas las personas a seleccionar el sistema, ya sea público o privado, que más les acomode de acuerdo con sus intereses particulares. Recordemos, además, que este derecho se encuentra expresamente amparado por el recurso de protección, debido a que su naturaleza lo acerca más a un derecho individual.
El tercero es el derecho que tienen los profesionales de la salud a otorgar prestaciones privadamente, lo que, desde el punto de vista político, constituye una norma de orden público económico y una prohibición para el Estado para instituir un monopolio estatal mediante la denominada “socialización de la medicina”.
Lo que hasta aquí se puede concluir del texto de una nueva Constitución en materia de salud es que se trata de una norma que en términos generales innova poco respecto a lo que actualmente nos rige en ámbitos como la promoción de acciones de salud y la integración de un sistema de prestadores públicos y privados, así como la regulación, supervisión y fiscalización de estas. Todo lo anterior ya está declarado en la actual Carta Magna.
Sí resulta interesante en la propuesta la incorporación expresa de determinadas acciones, sobre todo las de rehabilitación e inclusión. También resulta destacable el imperativo que se impone al Estado para el desarrollo de políticas y programas de salud mental, tan necesarias luego de las complejas consecuencias sociales, económicas y personales producto de las manifestaciones sociales de descontento y la emergencia sanitaria.
Sin embargo, también hay elementos que deben llamar a preocupación. Es correcto señalar que los pueblos y naciones indígenas tienen derecho a sus propias medicinas tradicionales, a mantener sus prácticas de salud y a conservar los componentes naturales que las sustentan, pero muy distinto es decir que el Sistema Nacional de Salud debe reconocer, proteger e integrar estas prácticas y, más aún, a quienes las imparten, ya que eso supone poner en un mismo nivel a profesionales formados en disciplinas basadas en el método científico con personas que, gozando de validez como expertos al interior de su comunidad, no poseen conocimientos acreditables, exponiendo potencialmente la salud de los pacientes y estableciendo enormes lagunas jurídicas en materias de responsabilidad, deberes y derechos.
Adicionalmente, se señala que “la ley podrá establecer el cobro obligatorio de cotizaciones a empleadoras, empleadores, trabajadoras y trabajadores con el solo objeto de aportar solidariamente al financiamiento de este sistema”. He aquí la imposición de un tributo de afectación, tributos prohibidos actualmente por el art. 19, N° 20 sobre la igualdad frente a las cargas públicas. Estos tributos usualmente generan negativas consecuencias políticas y técnicas.
Con lo plasmado en el borrador, este tributo obligatorio afectará a un determinado fin, puesto que será el servicio público del área el que cumplirá sus funciones con lo recabado a raíz de tales impuestos, de acuerdo con lo determinado por el legislador. Así, esos recursos no ingresarán al patrimonio de la nación, sino que al patrimonio del servicio, que debe de disponer de esos recursos para cumplir con un determinado fin.
Esta situación potencialmente estimulará la tentación de los parlamentarios que al afectar determinados tributos podrían hacerlo con el propósito de pagar favores electorales o de favorecer su reelección. Es por ello que —por regla general— se deben prohibir los tributos de afectación y no terminar por impulsarlos, como ocurre en este caso.
No cabe duda que un sistema público de salud robusto es imprescindible para alcanzar una sociedad más equitativa y desarrollada. Esto debe hacerse mediante una normativa moderna, técnicamente fundamentada y que otorgue certezas jurídicas a todos los actores, públicos y privados, pues, de lo contrario, se corre el riesgo de avanzar hacia la socialización definitiva del área y que sea el Estado el único ente a cargo de proveer prestaciones de salud, solución que en la práctica se ha comprobado no funciona.
* César Lannefranque Arias es abogado de la Universidad Diego Portales y consultor en el área de Life Sciences de Chirgwin.

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