Uno de los debates más acuciantes del último tiempo en la literatura del Derecho Administrativo ha estado asociado a su crisis de identidad en parte vinculado al hecho de tratar de encontrar una explicación sistémica a su objeto de análisis (la Administración Pública) y sus criterios de actuación, cuando estos han ido variando sustancialmente en los últimos años (
Vermeule, 2016;
Vermeule – Sunstein, 2017;
Rose-Ackermany Lindseth, 2010;
Alli Aranguren, 2006). Como explicó hace algunos años Sunstein, el cambio desde la teoría de la “forma de gobierno” a la del “gobierno burocrático” exige reformar e interpretar el Derecho Administrativo del modo más fiel posible a los compromisos constitucionales iniciales (
Sunstein, 1990). El punto es, que ese mundo ha ido transformándose vertiginosamente y es razonable esperar que lo siga haciendo con mayor celeridad en los próximos años.
Pero esta no es la primera crisis de identidad del Derecho Administrativo. El siglo XX lo vivió intensamente —las explicaciones de Riveró y Vedel fueron elocuentes al respecto— primero con el arribo de la teoría del servicio público y la participación privada en los mismos, la reconfiguración del sistema de derechos y luego el debate sobre el Estado regulador, que ha supuesto reconocer un rol protagónico en la “implementación de realidades” a la Administración Pública, dejando al Congreso como habilitador normativo general para la adecuación a distintos espacios o esferas reguladas (la idea de gobernanza responde bien a ese propósito,
S. Cassese 2012,
2014), lo que ha exigido reformular el estudio del Derecho Administrativo desde los sectores de referencia (
Schmidt-Assmann, 2003,
2012;
Barnes, 2015). Eso dio origen a lo que se denomina el “movimiento de reforma al Derecho administrativo” que entiende a esta disciplina desde la perspectiva de la dirección, en donde el Derecho Administrativo proporciona un programa de conducta y no un simple modelo de control, como lo entendió el viejo Derecho Público. (
Schmidt-Assman, 2003;
Wahl, 2013;
Parejo, 2012).
Esto ha obligado, en los tradicionales sistemas de Derecho Administrativo, una adecuación de los elementos clásicos que permitieron la construcción de sus principales instituciones, como la comprensión del contencioso administrativo (el rol del juez administrativo y sus tipologías), la teoría del acto y del procedimiento administrativo, la organización administrativa, la función pública, entre otras. Esa tensión —generada por una inevitable innovación estatal y una indispensable adecuación normativa— ha permitido buscar criterios de identidad para tratar de orientar a un “Derecho Administrativo extraviado” (
Parejo, 2012) en sus categorías dogmáticas habituales.
Mientras ese debate se encuentra abierto en otras realidades, el problema central del Derecho Administrativo chileno es que hace mucho tiempo viene tratando de encontrar su identidad. Chile, a diferencia de lo que sucedió en los sistemas comparados de referencia, careció de un modelo de resolución de controversias contenciosa administrativa que permitiera delimitar las instituciones tradicionales (p. ej. responsabilidad del Estado, acto, procedimiento y contrato administrativo), tardíamente (2003) dictó una Ley de Procedimiento Administrativo (que habitualmente son útiles para explicar los alcances del control judicial) y ha estado marcado intensamente por un modelo de control público externo en manos de la Contraloría General de la República (institución que no tiene equivalente comparado en competencias, que define los alcances de la legalidad a través de la toma de razón y la comprensión del Derecho que aplica la Administración mediante sus dictámenes).
De ahí, que tanto para la doctrina como la jurisprudencia tradicional los sacrificios dogmáticos de qué corresponde a cada institución han sido escasamente considerados en nuestro medio.
Como he explicado en otro momento, el Derecho Administrativo construido tras el golpe militar de 1973 y la Constitución de 1980, enterró el pasado de un Derecho Público de instituciones y lo transformó en un mecanismo de control de potestades para garantizar “derechos” naturales (
Soto Kloss, 1996. La explicación de ese proceso se encuentra en
Ferrada Bórquez, 2005). Lo importante era establecer un sistema de control judicial estricto de la discrecionalidad, para dar “certeza jurídica” a través de la teoría de “derechos adquiridos”, reprendiendo constitucionalmente cualquier propósito de expansión de la intervención pública (ver p. ej.
Aróstica, 2001).
Ese sistema simple no responde a las demandas de sociedades democráticas modernas y la resolución compleja de problemas públicos. La denominada transformación del Derecho Administrativo en uno de regulación adaptativa, hace sencillamente imposible concebir un sistema reducido a la ecuación “control–derechos” (
Barnes, 2012). La necesidad de atender los problemas sociales de la modernidad se tradujo en un conjunto de reformas legales que desde 1990 en adelante cambiaron el rostro de la intervención administrativa y rediseñaron la organización estatal, lo que exigió a la jurisprudencia constitucional, judicial y administrativa la modelación progresiva, a ratos con un retraso de más de cincuenta años en términos comparados, de las instituciones esenciales del Derecho Administrativo nacional.
Al amparo de esa evolución se consolidó un sistema de responsabilidad por falta de servicio, un modelo de actividad formal gobernado con las lógicas del procedimiento administrativo, un sistema de nulidades con elementos lógicos mínimos, una razonable distribución de competencias normativas subreglamentarias, un mecanismo de control de la discrecionalidad que comprendió que ésta potestad más que una amenaza era un elemento indispensable para lograr resultados públicos, se legitimaron algunos diseños institucionales bajo un modelo de ecosistemas (pesos y contrapesos entre autoridades administrativas sin intervención judicial), sofisticamos criterios de revisión judicial de poderes administrativos de gravamen y de algún modo hemos construido estándares mínimamente decentes para la intervención administrativa. (Esos criterios evolutivos y su importancia los he explicado en otras
columnas en este mismo lugar).
En otros términos, en poco más de una década el Derecho Administrativo chileno fue encontrando parte de su naturaleza, conformó progresivamente una especie de cultura jurídica en donde elementales categorías dogmáticas reconocidas por la jurisprudencia fueron relevantes para construir una tímida identidad, hasta que el Tribunal Constitucional (“TC”) decidió echar por tierra ese proceso.
Lo grave de la sentencia del TC en materia del fortalecimiento del Servicio Nacional del Consumidor (Sernac) —que ya ha sido ampliamente debatida y respecto de la cual existe una adecuada
recopilación— es que demolió, sin un estándar de justificación lo suficientemente robusto, un modelo de Derecho administrativo democrático que se había venido construyendo en la última década y media, cuyo protagonista principal había sido precisamente la jurisprudencia judicial, constitucional y contralora. La tesis del TC en este caso vuelve a la simplificación de un Derecho para satisfacer la ecuación “control-derechos”, desconociendo las complejidades de las interacciones sociales que debe gobernar el Derecho Administrativo en la actualidad (un lugar de múltiples intereses públicos con demandas de satisfacción inmediata) y al hacerlo deja la interrogante abierta de cómo debemos comprender “sistemas complejos” como la regulación ambiental, el urbanismo o los mercados financieros, en donde el Derecho Público necesita de reglas de habilitación para adecuaciones prospectivas (la necesidad de adaptar soluciones para resolver interrogantes futuras, sensibles y de resultados inciertos), porque es en la interacción de las personas en la ciudad, las actividades económicas con la variabilidad de los ecosistemas y las dinámicas aceleradas de los agentes financieros, en donde el Derecho Administrativo tiene una presión para dar respuesta oportunas, manteniendo los compromisos constitucionales elementales de una democracia.
Para responder a ese fenómeno, que marca la necesidad actual de una gobernabilidad adaptativa, la sentencia del TC en el caso Sernac es un retroceso en la búsqueda de una identidad para el Derecho Administrativo chileno, porque basa su decisión en la simple autoridad de quien la emite y no en la persuasión que exige el razonamiento legal —dado que la sentencia es un acto público que enuncia para todos el significado del Derecho (
Kahn, 2016)—, sencillamente porque decide desecharlos presupuestos que el mismo TC ayudó a elaborar en estos años, sin explicar por qué ahora reprocha lo que antes era parte de un razonable sistema en construcción, en donde él mismo justificó los criterios que ahora repudia.