Ha terminado un largo proceso, muy desgastante y en muchos sentidos absurdo.
Después del estallido social, la izquierda nos dijo que la Constitución vigente era el origen de todos los males y que la única manera de realizar las reformas pendientes (salud, pensiones) era con una nueva Constitución. Se nos propuso una Constitución maximalista y refundacional, desaprovechando una oportunidad única para elaborar un texto que le diera horizonte al Chile del siglo XXI. El resultado fue desastroso y en algún sentido vergonzoso.
El pueblo de Chile lo rechazó rotundamente, dándole una lección a una izquierda sobregirada y en algún sentido infantil e irresponsable.
Nos embarcamos en un nuevo proceso constitucional. Ahí siguieron floreciendo las contradicciones e inconsistencias de una izquierda tenaz: cuando el movimiento Amarillos (del que formo parte) propusimos elaborar la Constitución con una comisión de expertos elegido por el Congreso con un plebiscito de salida, nos acusaron de proponer una democracia tutelada, de ser más republicanos que los republicanos, etcétera. Después, a los mismos que nos denostaron —cuando ganó la derecha la elección de consejeros— les oiríamos alabar el trabajo de esa Comisión Experta y proponer incluso limitarse a ese texto, sin las transformaciones de los consejeros.
Nunca dejo de sorprenderme de la capacidad de esa izquierda de darse volteretas y verónicas, como la de decir ahora que la Constitución no era la de los cuatro generales, sino de Lagos.
La historia que sigue ya la conocemos: no se logró un acuerdo suficientemente amplio entre todos los sectores para haber podido presentarle al país un texto consensuado y así cerrar este largo proceso constitucional, que tanto hastío y cansancio ha provocado.
El texto propuesto no era —desde mi punto de vista— un texto refundacional como el anterior. Pero el pueblo volvió a rechazar. Vox populi, vox dei (La voz del pueblo es la voz de Dios). Nada que decir. Habrá que hacer todas las autocríticas de por qué no logró esta nueva propuesta convencer al país. Cuando uno sufre una derrota, hay que hacer el descenso, sin autocomplacencias. Lo mismo que le exigimos a los del Apruebo anterior, debemos exigírnoslo a nosotros mismos que estuvimos esta vez por el A favor.
Es curioso: en el En contra confluyeron sectores que odiaban la Constitución del 80 y otros que la amaban. Daniel Jadue y el Rojo Edwards. Un voto no menor de una extrema derecha ayudó a este contundente triunfo del En contra: basta mirar la votación de La Araucanía y otras zonas del sur, tradicionales bastiones de la derecha que votó por Pinochet en el plebiscito del 88.
Están celebrando al mismo tiempo, pero no juntos, como en el artefacto de Parra: “la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”.
Hay que reconocerle a la centroderecha más liberal que cumplió su palabra de buscar un texto nuevo, pudiendo haber mantenido la Constitución del 80 después del Rechazo del 4 de septiembre, ahorrándose problemas con una parte de sus bases más tradicionales o extremas.
El país está estancado, con una crisis de seguridad sin precedentes, con crisis graves en educación y salud, y toda la energía de estos años la hemos invertido en ir a la búsqueda de una Constitución imaginaria. Otra vez Parra (adaptado por mí): “Un Presidente imaginario/ en un país imaginario/ proponiendo una Constitución imaginaria...”, etcétera. Y si nos ponemos proustianos, el título de este proceso podría ser “A la búsqueda de la Constitución perdida”.
Dan ganas de reír y de llorar al mismo tiempo. Y ahora, ¿adónde vamos? Insisto con la literatura: como Darío, los chilenos podríamos decir: “y no saber adónde vamos ni de dónde venimos”. ¿Estamos definitivamente perdidos o es el extravío el que acabamos de dejar atrás con esta elección?
Cristián Warnken