Es una verdad que no podemos vivir sin la verdad. De hecho, si no existiese la verdad, otra forma de llamar a la realidad, habría que guardar silencio, puesto que no podríamos afirmar nada o habría que ser indiferente al sentido que cada quien atribuyese a lo mencionado por otro. Pero nadie se comporta de esa manera. Si nos entendemos entre las personas, es porque lo hacemos al alero de una idea común, idea que solemos considerar verdadera.

La verdad es la piel de todas las cosas; es el tabernáculo de todo lo que existe y la dirección que encauza toda palabra pronunciada por cualquier ser humano. Allí donde hay algo, es posible decir “algo” que sea verdadero. Incluso el desconocimiento sobre cualquier materia también se comprende como verdadero, pues, conviene atisbarlo, si no hubiera verdad ni siquiera sabríamos cuando ignoramos (más aun, no habría nada que ignorar).

El habla y el saber humanos son, por ende, indisociables de la verdad. Esta última es nuestra hermana siamesa, la que da significación a todo y la que constituye el primer fundamento del diálogo. Conversar en serio con el interlocutor que está delante solo es posible para quien vive con esa disposición a la verdad, pues de lo contrario se sitúa falsamente ante el prójimo y únicamente estaría haciendo pantomima.