Alexander Aravena tiene 20 años y Jhordy Thompson, 18. Ambos son atacantes netos, pero sus respectivos entrenadores en la UC y Colo Colo (Ariel Holan y Gustavo Quinteros) los movieron tácticamente en los partidos de inicio del Torneo Nacional y no solo no lo resintieron sino que ambos fueron buenas figuras de sus equipos.
Para muchos, los dos asoman como grandes proyectos futuros. Pero no cercanos sino de mediano o largo plazo más bien, porque, como se sabe, en Chile hasta los 25-26 años todos son niños y no se puede esperar de jóvenes menores algún grado de madurez o sentido de la responsabilidad. Ni en la vida, ni en el fútbol. Por eso es necesario acurrucarlos y mimarlos todo lo que se pueda. No vaya a ser que terminen traumados al enfrentar grandes desafíos…
Sí, esa es la realidad. Del país y, por cierto, del fútbol chileno.
Y es que la visión que prima y que se impone en la educación a todo nivel —en la casa, en el colegio y, por ende, en el sistema deportivo nacional— es que hay que estirar lo más posible la vinculación y subordinación de los niños y jóvenes para así prolongar esa suerte de autoritarismo que tenemos tan arraigado como sociedad al momento de ejercer posiciones de cierto poder.
El fútbol es un fiel reflejo de esta tóxica obsesión.
Los procesos formativos de los clubes chilenos más que buscar el crecimiento integral y pronto de los jugadores —lo que derivaría en una temprana maduración—, están enfocados en mantener tanto como sea posible el control absoluto de ellos, limitando así sus capacidades de determinación propia.
Por eso es que, al momento de competir en el alto nivel, los jugadores jóvenes chilenos no tienen en su mayoría la capacidad para tomar decisiones. Sus entrenadores —como sus padres y sus representantes— son los encargados de hacerlo por ellos y, por ende, carecen de posibilidades de crecimiento.
Que el entrenador de la selección Sub 20, Patricio Ormazábal, haya puesto el tema en boga en las últimas horas (al decir que sus jugadores “son niños por más que uno crea que son hombres. Y uno como entrenador debe protegerlos”) no es entonces más que una constatación.
Porque, aunque el discurso de los entrenadores que trabajan en las series menores sea que debe tenderse a acelerar los procesos de maduración de los futbolistas, es un hecho evidente y claro que no se está trabajando en tal sentido. Al contrario, la crisis que hoy vivimos de falta de competitividad y regeneración de valores es efecto lineal de la forma como se está laborando en los clubes chilenos. La filosofía es la deficiente.
La pregunta de fondo es, entonces, si realmente existe el ánimo y la convicción de los formadores para cambiar el modelo. En definitiva, si efectivamente, quieren transformar los paradigmas e idear nuevas fórmulas para romper con la actual espantosa inercia derivada de añejas y fracasadas pautas.
El primer paso es el más complicado. Y no se trata de recursos ni de inversiones. Se trata de visiones. De no seguir pensando en que hay que prolongar la niñez eternamente.
Porque la situación es clara: allá afuera, en el mundo real, en el de la competencia feroz, no hay espacio para los que no los dejan crecer.