Los sismos políticos no cesan en nuestra región. No podemos disociar la visita de Gustavo Petro a Chile con la crisis en el Perú, no porque el colombiano la haya provocado ni mucho menos. Se trata del simbolismo que representa un Petro a la hora de legitimar el desencadenamiento de una crisis de contornos inquietantes.
La declaración de los cuatro países —México, Colombia, Bolivia y Argentina— acerca de la crisis en el Perú llevaba una toma de partido sin mayor miramiento a las formas. Petro intentó mantener ese ritmo de una izquierda antisistema, aunque ahora no violenta, en su visita a Chile. La Moneda le puso algo de paños fríos. Sin embargo, lo que quedó está signado por la impronta del colombiano. Eso recuerda la reacción de Petro ante el resultado del 4 de septiembre: “revivió Pinochet”. Contradecía de manera flagrante lo que esa noche declaró el mismo Presidente Boric. Su alusión a la crisis de 1973 pasaba por alto lo que fue la historia ideológica del siglo XX, y los años de la Guerra Fría y el desafío de los sistemas totalitarios.
Nada de estos matices asoma en las declaraciones del colombiano. Veremos cómo se desempeña en su país, donde la violencia no es una invención reciente, sino usanza que recorre casi toda su historia. El mismo Petro es producto y actor de la historia política y de su violencia, por su origen en un mundo de ideología totalitaria, de la que en buena medida se ha alejado; eso sí, no ha sacado todas sus conclusiones.
El tema de Brasilia y de Perú rondaba todo el ambiente político. Sobre el primero en general no hay dos opiniones. Añadiría que es lo que pretendían las masas enardecidas y organizadas paramilitarmente en Santiago en noviembre de 2019, en la víspera del Acuerdo del día 15. Sobre Perú, Petro en todo momento se saltó olímpicamente el intento de autogolpe de Castillo; que las masas de un sector del país lo apoyen combativamente hoy no transfigura su fin, un autoritarismo populista (pienso que la violencia actual en el Perú tiene alguna analogía con nuestro estallido, una reacción emocional de intolerancia ante el shock de modernización que en parte ha experimentado ese país en las últimas décadas). La declaración de los cuatro presidentes incluye a Bolivia, que en estos días se deshace de un oponente, el gobernador de Santa Cruz, encarcelándolo; poco se ha dicho de la prisión indefinida de la Presidenta Áñez, y de que el golpe en La Paz lo inició el mismo Evo, no el 2019, sino que al violar su propia Constitución, tras perder el plebiscito de 2016 e intentar un nuevo período presidencial, eternizándose en el poder. La firma de AMLO en el documento de los cuatro presidentes antes se ha ejercitado en sendos proyectos para controlar las elecciones, reminiscencias de la era dorada del PRI. Dicen defender la democracia. ¿Quién les cree?
Ello no es ajeno a Chile. Nuestro gobierno ha resistido los cantos de sirena que invitan a unirse a ese coro. El problema está en otra parte, en la creciente mengua de la gobernabilidad, debido en gran parte a que la autoridad solo tiene poder, debilitado para colmo, pero no se la mira con legitimidad por un sentido de creciente rebeldía “porque sí”, fenómeno contemporáneo que abarca a tantos países. Es la erosión de la auctoritas, que precede a las grandes crisis. En el siglo XX favoreció a los totalitarismos; en este siglo a los populistas provistos de un aparato. ¿Hay un remedio? Cuidemos lo que nos queda y no sigamos el camino del infortunado país vecino, que se solazó destituyendo presidentes. ¿Habrá que recordar que las acusaciones constitucionales están previstas para casos excepcionales y muy graves, y solo para ellos?