Voy a decirlo con palabras del poeta y ensayista Octavio Paz, para nada sospechoso del izquierdismo que se atribuye a quienes se atreven a hablar de solidaridad en nuestras sociedades del intercambio y la competencia: “Si pensamos en aquella tríada con la que comienza el mundo moderno, la libertad, igualdad y fraternidad, vemos que la libertad tiende a convertirse en tiranía sobre los otros; por tanto, tiene que tener un límite; la igualdad, por su parte, es un ideal inalcanzable a no ser que se aplique por la fuerza, lo cual implica despotismo. El puente entre ambas es la fraternidad, la gran ausente en las sociedades democráticas capitalistas. La fraternidad es el valor que nos hace falta, el eje de una sociedad mejor. Nuestra obligación es redescubrirla y ejercitarla”.
Vivir en sociedad es hacerlo en relaciones de intercambio (uno compra y otro vende); de colaboración (un profesor se reúne con sus alumnos); de solidaridad (los estudiantes comparten sus apuntes con aquel que permanece enfermo en casa); de competencia (un deportista trata de derrotar a otro); de desacuerdo (dos padres discrepan sobre la custodia de un hijo común); y de conflicto (los trabajadores van a la huelga).
Esos distintos tipos de relaciones son propios de la vida en común, inseparables de esta, y si nos nace celebrar alguna (por ejemplo, la colaboración), no tendríamos que asustarnos cada vez que sobrevienen otras (por ejemplo, desacuerdos y conflictos). Tampoco es del caso maldecir las relaciones de mero intercambio —tiene que haber alguien que venda el pan que queremos consumir cada mañana—, aunque evitando la tendencia a transformar todo en relaciones de intercambio, incluida la satisfacción de derechos fundamentales.
Me detengo ahora en la solidaridad, a veces nombrada como fraternidad, aunque prefiero la primera de tales palabras. No somos hijos de un mismo padre y tampoco estamos obligados a comportarnos unos con otros como hermanos, supuesto que la relación entre estos últimos sea la mejor de todas. Y la pregunta es esta: si vivimos en sociedad, es decir, no cada cual por su lado; si nos necesitamos unos a otros, si vemos en todos ese común y similar valor que llamamos dignidad humana que ni se pierde ni se debilita al compás de los mejores o peores avatares que marcan la existencia individual de las personas, ¿podríamos renunciar a la solidaridad o considerarla un sentimiento puramente privado, o tendríamos que cultivarla como un deber que nos imponemos unos a otros?
¿Es legítimo que el Estado induzca solidaridad, por ejemplo, al gastar los impuestos que recauda o al promover una reforma previsional en la que parte de una cotización adicional vaya a la cuenta individual del trabajador y otra parte a un fondo común que permita mejorar las pensiones de quienes las tienen o tendrán insuficientes? ¿Nos deben preocupar solo nuestros personales intereses y beneficios o, al vivir en sociedad, debemos también ocuparnos de los que tengan y a los que aspiren los demás?
Y cosas de este tipo, ¿pueden ser decididas por gobernantes y legisladores sobre la base de encuestas oportunistas que muestran que la mayoría somos egoístas y que nuestra sociabilidad es fuerte cuando necesitamos a los demás y débil cuando estos nos necesitan a nosotros? Si todos dicen abogar por la cohesión social —digamos por una sociedad decente y justa—, ¿puede ella ser conseguida si cada individuo se comporta como un llanero solitario que avanza a galope tendido, sin importarle nada la suerte de los que pueden ir montados en cabalgaduras de menor potencia?
Sentir primero por nosotros mismos está bien, pero no lo está sentir solo por uno mismo. Adam Smith, tampoco sospechoso de izquierdismo: “restringir impulsos egoístas y fomentar los benevolentes constituye la perfección de la naturaleza humana”. Y tal vez ni tanto como la “perfección”, sino tan solo la racionalidad que se necesita para vivir juntos y en paz.