Después de un partido de apertura tibio y anodino, abandonado por la afición local durante el descanso —quizás por desinterés, quizás por falta de respeto, probablemente una mezcla de los dos factores—, la Copa del Mundo de 2022 finalmente ofreció lo que todos esperamos por cuatro años y medio para ver: fútbol. Al fin y al cabo, hay algo que, a diferencia de la venta de cerveza y las pulseras de capitán con los colores del arcoíris, ni la FIFA ni Qatar han conseguido prohibir.
Inglaterra se aprovechó de una débil selección de Irán para construir el mejor debut de su historia, en todos los campeonatos, una hazaña nada pequeña para quienes inventaron el juego. Importante: cinco de los seis goles ingleses los anotaron jugadores negros, muchas veces insultados en su país por racistas y cobardes que se esconden en los refugios cómodos y seguros que brindan las redes sociales, cómplices de todo.
También se pudo ver cómo Francia supo lidiar con tantas bajas importantes en las últimas semanas. Probablemente, ningún otro equipo en el mundo hubiera ganado con tanta facilidad a Australia si hubiera perdido sus propias versiones de Kimpembe, Kante, Pogba, Nkunku y, por supuesto, Benzema. Mientras tanto, Robert Lewandowski sigue sin poder marcar un gol en la Copa del Mundo. Desperdició un penal ante el interminable Guillermo Ochoa, figura en un empate en el que México mereció más.
Por primera vez en la historia de la Copa del Mundo, todos los equipos africanos tienen entrenadores nacidos en sus respectivos países. El primero en debutar en Qatar fue Senegal, de Aliou Cissé, contra la Holanda del gurú Louis van Gaal. Sin su estrella Sadio Mané, Senegal mostró un juego valiente y tácticamente inteligente. No ganó, porque este es un deporte indómito. Los dos goles de Países Bajos en los minutos finales sirven para alimentar las teorías de que ciertas camisetas son más pesadas que otras, que la jerarquía histórica importa en las copas del Mundo.
Esta teoría no se aplica en absoluto a dos hechos que instantáneamente pasan a la historia. Argentina venía de 36 partidos invicto, de ganar su primera Copa América después de 28 años. Los efectos de dar tiempo para trabajar a un buen entrenador como Lionel Scaloni parecían claros sobre el campo: un equipo confiado, consciente de sus virtudes, con Messi rodeado de talento y liberado de la tarea de llevar tanto peso en la mochila. Sin embargo, nadie podría calificar de injusto el triunfo de Arabia Saudita.
Es tentador en los tiempos histéricos que vivimos decir que esta es la peor derrota de la historia o el juego más sorprendente de todos los tiempos. Solo 24 horas después otro partido se merece tal apelativo. Alemania construyó un 1-0 sobre un rival pequeño, sin tantos cracks y pareciendo que el mínimo esfuerzo sería suficiente para sumar tres puntos. Fueron 45 minutos brillantes, pero los germanos pagaron caro haber perdonado. Japón hizo cambios y los alemanes no tuvieron respuestas. Otro golpe más. Y seguramente no será el último en Qatar.
La globalización ha universalizado la información, los conceptos y los métodos. En el día anterior a la apertura de la Copa del Mundo, el director del grupo de estudios técnicos de la FIFA, Arsene Wenger, había advertido: “Las diferencias son cada vez menores”. Jürgen Klinsmann, su compañero de trabajo, pronosticó que ese sería “el Mundial de las sorpresas”.
No todos prestaron atención.
Martín Fernández
Periodista del Grupo Globo y enviado especial al Mundial de Qatar