¿Qué se puede decir, que no se haya dicho, sobre la violencia en los estadios? Aparentemente, nada. Está todo dicho. Que a las canchas están llegando cada vez más delincuentes, que son los propios clubes los que los acogen, que las barras bravas los protegen, que los jugadores saludan a estas barras antes que al público y que les regalan entradas so pena de ser “apretados”, que Estadio Seguro nunca sirvió, que los guardias son insuficientes, que en el ingreso se revisa exhaustivamente a los periodistas mientras que los barrabrava entran con mochilas repletas de bengalas y bombas de ruido y todas esas cosas.
A pesar de la reiteración de estas denuncias a través de micrófonos, cámaras y letras, siempre queda algo que decir o enfatizar sobre alguna solo insinuada. Algo que hay que decir es el efecto del miedo.
El miedo, como suele decirse, es cosa seria. En todas las personas y en todos los escenarios. No se trata exclusivamente de los jugadores y su temor a ser agredidos por los barristas más duros si no les satisfacen algún pedido (una entrada, unas monedas, lo que sea), ni de los dirigentes, que usan a los barristas y son usados por ellos. No, también el miedo alcanza al público, desde que en las cercanías del estadio son requeridos por “una monea”. Y a veces ya se la han pedido en el centro de la ciudad y el día anterior al partido “p'a la entrá”. Tienen miedo los vecinos, por su integridad, sus casas y sus bienes. Lo tienen los choferes de la locomoción colectiva y sus pasajeros que deben pasar por los estadios después del espectáculo.
El miedo es natural. Tan natural como la violencia, como bien lo describió el rector Carlos Peña en su columna del domingo. O sea, se merecen, son cuernos de la misma cabra. ¿Cuánta gente oculta su intención de voto en una elección en que la candidatura contraria se muestra muy agresiva? Ejemplos hay muy próximos.
Estando clara la relación entre la violencia y el miedo, habrá que decir que vivir con miedo debe producir el peor estrés posible. Vivir asustado es como vivir en la incertidumbre, porque no se trata de temer un castigo, sino de esperar un ataque inesperado. Esperar algo inesperado suena a contrasentido, pero es cierto. El aficionado que va al estadio sabe que podría ser atacado o ser víctima de algún desorden general. Él sabe que eso es posible, pero no puede prepararse. Espera lo inesperado, pero esperable.
Las bombas de ruido lanzadas contra el arquero de la U por idiotas de la UC y los tontones de Colo Colo produciendo destrozos en su propio estadio en su “arengazo” son los últimos botones de muestra de lo que, siendo inesperado, es presupuestable en un medio nacional (sí, porque supera al fútbol y es social) que no es frenado en sus impulsos destructivos. Nos pueden decir que en todos lados sucede lo mismo y peor (como los muertos este mismo domingo en Indonesia o en cualquier acción bélica de Putin), pero ya sabemos que todos los pueblos contienen en alguna parte de su ADN una porción de lo peor de lo nuestro.
Lo que queda, el último residuo de la violencia, es el miedo, que impide la convivencia sana y destruye el progreso. En eso estamos.