El nuevo proyecto de Constitución debe ser aprobado por una mayoría sólida, de manera que, por un lado, el texto resultante sea plenamente legítimo en su origen y, por otro, facilite su legitimidad de ejercicio.
¿Cómo debe estar compuesto y qué reglas debe seguir el “ente redactor”, cuyo nombre desconocemos? ¿Debe ser una “anticonvención” del tipo “si hubo paridad, escaños reservados e independientes, que ahora no los haya”? Tal respuesta no sería una reacción inteligente ante el fracaso que representó la Convención. Hay que identificar y entender las razones del fracaso, pero graduando la respuesta.
El nuevo ente redactor debe ser electo para que la ciudadanía sea responsable de quienes la representan. La presencia de independientes es importante porque los partidos no tienen legitimidad suficiente. Sin embargo, el ente redactor debe tener una visión histórica, una mirada estratégica de su rol y conciencia de las tensiones que una Constitución debe manejar. Personas con agendas únicas son bienvenidas en la medida que participen de listas de agendas globales, es decir, dentro de listas de partidos políticos.
Segundo, es necesario dar a los pueblos originarios un tratamiento especial en razón de los compromisos que existen con ellos desde los gobiernos de Aylwin y Lagos. Pero ello no debe debilitar el principio de representación democrática de “una persona, un voto”. La representación de pueblos originarios aun cuando esté garantizada, debe ser proporcional a su participación en el padrón electoral respectivo.
Finalmente, el ente debe ser más pequeño y contar con más tiempo efectivo de debate, para facilitar la calidad del diálogo y la cooperación. Un grupo de expertos de alto nivel puede ayudar. Pueden sacar aprendizajes del proyecto rechazado —como hizo Chile Vamos antes del plebiscito—, así como de esfuerzos previos, como el de la expresidenta Bachelet. Usando evidencia internacional, puede identificar tensiones o incongruencias para que sean zanjadas en el debate interno.
Hay más temas, pero el debate ha omitido una causa importante del fracaso de la Convención: su extrema fragmentación. El quorum de 2/3 en el plenario sirvió para inducir negociación, pero no coordinación ni mirada estratégica.
La literatura de acción colectiva dice que un cuerpo fragmentado, competitivo y que funcionará solo por una vez, sin que sus miembros tengan interés en interacciones posconvención, a partir de un momento tiene pocas razones para cooperar. La visión de bien común que debiera surgir de ese colectivo fragmentado entra en tensión con los objetivos específicos de cada grupo. En esa lógica, prevalece el interés particular por sobre la mirada estratégica del colectivo.
Sin una autoridad con capacidad de acción que internalice este problema, cada grupo puede proclamar su preocupación por el interés general, pero su capacidad de negociar es limitada si les urge alcanzar sus metas específicas. La Convención cayó en el “dilema del prisionero” y no pudo salir de ahí. Más que incapacidad personal, las reglas impidieron que surgiera un juego cooperativo y de largo plazo. Es crucial corregir esto, pero ¿cómo?
La idea que propongo se basa en usar la lógica básica de un régimen parlamentario: la creación de una mayoría de gobierno.
En efecto, la ley puede exigir que las autoridades que encabecen el ente no lo hagan a título individual, como fue en la Convención, en que primó lo simbólico, sino como representantes de alianzas entre grupos en el ente redactor. Estas alianzas explícitas se armarían después de conocer la composición del ente y antes del inicio de su funcionamiento. Las alianzas deberán buscar armar agrupaciones más grandes sobre la base de preacuerdos constitucionales transparentes ante la ciudadanía. Esto facilitaría la aparición de una mayoría relativa y por lo tanto de un liderazgo que facilitaría la mirada estratégica que debe tener el ente redactor.
Autoridades con poder político de este tipo debieran ayudar a guiar al ente hacia un resultado que maximice la probabilidad de aprobación del texto propuesto y que, por fin, empecemos a dar vuelta la página constitucional.
Guillermo Larraín
Facultad de Economía y Negocios Universidad de Chile