En las ciudades de Chile —salvo en Valparaíso— escasean las vías sinuosas, empinadas e irregulares. El trazado ortogonal, como el de un damero —un legado de la Colonia—, sigue teniendo un atractivo incluso entre los planificadores contemporáneos. Si por el diseño de una ciudad, en consecuencia, de pronto conducimos por una calle con curvas para acá y para allá, la sinuosidad actual es una señal de una antigüedad anterior a ese insistente plan urbano. De este modo ese trazado guarda, a veces, la memoria de la ciudad, de una época en que las casas originales han desaparecido hace muchos años y su entorno no estaba alineado por el geométrico cruce de rectas paralelas.
Hay personas que se sienten más cómodas en ciudades que parecen ser una locura y escándalo para los urbanistas, como esos barrios en apariencia caóticos de algunas villas europeas que conservan su estructura medieval. Los caminos antiguos se apegan a menudo a un diseño que sigue el ritmo azaroso del paso constante de personas, cabalgaduras, carretas y carruajes que buscaban evitar bajos, escarpas, piedras u otros tropiezos que hoy ni siquiera se advierten o fueron borrados por el avance del progreso: el ingeniero siempre ha amado la línea recta y la altitud pareja y, en cambio, el sentido de orientación del ser humano jamás se ciñe a ellas, a menos que se las señalen previamente. Quizás nuestros trazados mentales tengan una complejidad no ortogonal, y nuestros recuerdos, fantasías y pensamientos se agrupan alrededor suyo como las casas se van agrupando lentamente a las orillas del camino sinuoso de otrora.
Los senderos, sobre todo, gustan porque nadie los planifica y se van formando lentamente por el mero pasar de distintas personas; son impredecibles y, en una primera mirada, inexplicables en su rumbo, con su suma de curvas, recodos y el ancho inestable del rastro. Poseen un sentido que no proviene de la deliberación individual. Las personas, acaso cientos, sin ponerse de acuerdo y sin siquiera conocerse, lo van abriendo, al apisonar el suelo, secar el pasto, al limarlo de piedras. Los animales también senderean y el producto de ese pasar en el campo es llamado “huella”.
La lógica del sendero es la del atajo, la de acortar camino, flexible, torciéndose siempre en pos del relieve y el espacio más fácil de sortear. Es la misma lógica del agua, solo que la casa de las aguas que bajan de la cordillera es el mar. Las aguas senderean hacia el mar y en ese pasar durante miles o millones de años abren los ríos y los esteros, esos que cruzan los valles.
Acaso convenga también a los pueblos buscar senderos.