La ciencia, el capitalismo y la democracia tienen algo en común: son sistemas competitivos que progresan acogiendo la crítica y aprendiendo de ella. La primera produce conocimiento creando hipótesis que son sometidas a un perpetuo cuestionamiento. El segundo genera innovación en respuesta a la amenaza de los competidores y las demandas materiales y valóricas de los consumidores. La democracia produce orden en base al enfrentamiento pacífico y regulado de ideas opuestas. Su momento estelar son las campañas electorales, donde las fuerzas en competencia son empujadas a acoger, al menos en parte, las críticas de sus adversarios para ganar. ¿Genuino o falso? ¿Convicción o interés? Imposible saberlo; seguro es una mezcla, como todo en la vida. Lo que viene sucediendo a raíz del plebiscito confirma esta regla.
Partió con los partidos por el Rechazo. Hace más de un mes firmaron un acuerdo solemne en el que hacen propias banderas históricas de sus competidores, entre estas la obsolescencia de la actual Constitución, el respaldo a un Estado social de derecho, el reconocimiento de los pueblos indígenas y la ampliación de los mecanismos de participación democrática. Desde el Apruebo, como era de esperar, pusieron en duda sus intenciones y califican el compromiso de tímido y vago, resultado de las disensiones internas.
En los últimos días les tocó el turno a los partidos por el Apruebo. En un proceso plagado de dramatismo, concordaron reformas específicas al texto recién salido de la Convención, aunque sin objetar sus principios rectores. Lo hicieron, según dicen, para acoger algunas de las aprensiones que aquel suscita en la población, hábilmente subrayadas por el Rechazo. Aborda reglas altamente sensibles: precisa los límites de la plurinacionalidad, la justicia indígena y las autonomías territoriales; reafirma el actual modelo mixto de provisión de los derechos sociales y la propiedad sobre la vivienda y los ahorros previsionales; restablece la prohibición a mociones parlamentarias que irroguen gastos y a la reelección del Presidente; restaura la participación de las FF.AA. en la defensa del orden constitucional; robustece la independencia del Poder Judicial y formula un enunciado general sobre los equilibrios del sistema político, materia donde es obvio que no hubo acuerdo.
Desde el Rechazo objetan la honestidad, oportunidad y viabilidad de tales compromisos. Algunos han ido más lejos. Junto con alcanzar un nuevo orden constitucional, han dicho, hay que propinar una derrota al Apruebo para dar una lección a las nuevas generaciones que se identifican con este, de las cuales se sienten víctimas. A la superioridad moral adolescente se le contrapone así una superioridad moral senil guiada, lastimosamente, por el mismo espíritu de revancha. Desde esta perspectiva todo acercamiento es una amenaza, pues reduce la polarización, y todo medio es legítimo, incluyendo la utilización de gestas y símbolos que son patrimonio de todos los demócratas, estén por el Apruebo o el Rechazo.
Con todo, es probable que las convergencias sustantivas se sigan acentuando en los próximos días por una dinámica electoral volcada hacia el centro. En este contexto el dilema de la ciudadanía es similar al de las fuerzas democráticas frente a Pinochet. ¿Aprobar de facto la Constitución del 80 apostando a hacer los cambios desde dentro, o rechazarla de plano por su origen dictatorial, sus restricciones antidemocráticas y su filosofía neoliberal? El liderazgo de Patricio Aylwin condujo a elegir el primer camino, lo que llevó a participar en el plebiscito de 1988. Los resultados son conocidos. Si hubiese ganado la otra vía, que anteponía lo óptimo a lo posible, quizás tarde o temprano hubiésemos derivado —como muchos lo deseaban— en un estallido revolucionario.
No tenemos una bola de cristal que nos oriente a tomar la mejor decisión. Solo contamos con lo que nos enseña nuestra propia historia.