Como dice Chesterton, el loco no es ilógico, sino que es lógico y nada más. Se limita a jugar en el reducido campo de sus razonamientos irrebatibles. Cuesta dialogar con él, no porque el loco sea irracional, sino porque es hiperracional.
Si las teorías conspirativas son una forma literaria o folclórica de la locura, tenemos razones para alarmarnos, porque nuestro debate público se está llenando de locos. Que el estallido social fue digitado desde Caracas; que las muertes de activistas ambientales son encargadas por empresarios poderosos; que el Ministerio de Salud insiste en promover el pase de movilidad para controlarnos. Todo esto que se escucha no es conversación de manicomios, sino opiniones expresadas a la luz del día y con total desvergüenza por individuos que ostentan cargos o puestos de poder.
Las teorías conspirativas son, en sentido estricto, indesmentibles. Su “lógica” consiste en dejar agotado al rival: proceden entregando “pruebas” y “evidencias” pretendiendo objetividad y espíritu científico, pero sus explicaciones son circulares. Si pudiésemos formalizar el razonamiento, podría verse así: ante un hecho aparentemente inexplicable (por ejemplo, los antiguos egipcios realizaron proezas ingenieriles), se remite a una causa oculta (alienígenas ancestrales) cuya existencia es ignorada o, más frecuentemente, oculta por poderes interesados (inserte algún poder fáctico maléfico). ¿Que existen explicaciones alternativas al hecho inicial? Eso es lo que quieren hacer creer. ¿Que no hay evidencia de la causa oculta? Claro, pues los poderes la ocultan. Y así al infinito.
El teórico de la conspiración, así, presume de un privilegio epistémico: ha tenido acceso peculiar a un conocimiento de hechos históricos que han sido intencionadamente mantenidos en la oscuridad por grupos de interés. Estos grupos, usualmente, están escondidos a plena luz del día en la institucionalidad. Las organizaciones —políticas, sociales, religiosas, científicas— son, en realidad, máquinas dirigidas por manos ocultas, por lo que solo se puede saber “la verdad” por fuera de los canales establecidos. La cátedra universitaria de física palidece frente al terraplanismo en un video de YouTube.
En el último tiempo, múltiples investigaciones empíricas nos han ayudado a entender esta peculiar disposición a explicar fenómenos complejos (véanse los estudios de Karen Douglas, Jan-Willem van Prooijen, entre otros). Entre características sociales y psicológicas, podemos destacar dos: un gran amor propio y una gran ingenuidad. Ante la disonancia cognitiva que produce una derrota o un escenario adverso, en vez de pensar que lo que pasa tiene que ver con las propias falencias y errores (o simplemente la mala fortuna), postulamos la existencia de un enemigo superpoderoso que nos haga sentir como David contra Goliat.
La ingenuidad de las teorías conspirativas consiste en creer que la existencia de sociedades secretas, conjuraciones, complots y planes malévolos son tramas ocultas que “nadie conocía”. Es ingenuo, además, presuponer grandes capacidades organizacionales, casi supernaturales, en los grupos adversarios. El conspirativo cae en la cuenta de que la masonería, el patriarcado, las “familias” son “organizaciones” (sic) compuestas por seres humanos que también tienden a la mediocridad y a la chapuza.
Arriesgamos a conjeturar una causa cultural del conspiracionismo: el decaimiento de los hábitos de lectura no del ciudadano promedio (inexistentes), sino de la élite. La falta de familiaridad con los clásicos y la capacidad crítica que trae consigo el situarse en otras perspectivas desde la literatura, la historia o la filosofía. En la cultura del espectáculo, predomina la preferencia por lo estrambótico en contra de lo normal: Baradit en vez de historia; fantasía barata en vez de Tolstoi; bodrios “posmodernos” en vez de filosofía.
Así se potencia una disposición a buscar explicaciones rebuscadas —y entretenidas— de fenómenos que han existido siempre y que no necesitan ser elucidados recurriendo a teorías esotéricas. Como don Quijote, que se volvió loco devorando libros de caballería, la cabeza del conspiracionista, alimentado de panfletos, videos de YouTube, “historias alternativas”, comienza a ver gigantes allí donde solo hay un molino de viento en desuso.
¿Dónde estarán los curas y barberos que nos ayuden a salir de esta locura?
Patricio Domínguez
Cristián Rodríguez
Universidad de los Andes