Una de las películas más célebres del cine de horror es “Alguien voló sobre el nido del cucú”, magníficamente actuada por Jack Nicholson. Vista desde la distancia, no es difícil percibir en ella el hábil trasfondo de ataque contra la institución psiquiátrica, una propuesta fuerte en esas décadas. En la cantinela infantil de la cual se extrajo el título (acá se llamó “Atrapado sin salida”), el ave que vuela sobre el nido del cucú representa la libertad del espíritu capaz de desplegarse a contracorriente de las pautas culturales dominantes y, a la vez, es el loco, porque, en jerga, “nido del cucú” es, peyorativamente, el manicomio.
La idea de que el “anormal” es una categoría cultural y la clínica psiquiátrica una institución maléfica al servicio del control social —una conjetura que expuso y divulgó con brillantez Michel Foucault— siempre encuentra adeptos entre los conspiracionistas vulgares; en cambio, el dolor del paciente psiquiátrico, los enormes desafíos para dar con el diagnóstico y el tratamiento más indicado y la propia situación del médico que, con recursos esencialmente escasos, busca, al menos, mitigar ese dolor, por alguna razón, permanecen ofuscados, velados, disminuidos, si no simplemente negados, a la mirada general.
En este contexto de ignorancia y prejuicio es difícil concebir un tropezón de mayor magnitud que el generado por las declaraciones de la ministra de Salud denunciando prácticas de tortura en un hospital psiquiátrico porteño. A la injusticia enorme para los profesionales que curan en la institución —cuyo trabajo se sostiene poderosamente en una relación de confianza con el paciente y su familia— se suma, por cierto, el impropio uso de la categoría de “tortura”, una definición central en materia de derechos humanos. Entiendo, pues, perfectamente el enojo: los damnificados son varios y los efectos, lentos de disolver en el tiempo.
Las políticas públicas en el ámbito de la salud mental reciben un golpe inesperado, pero, a la vez, es preciso aprovechar este grave paso en falso como oportunidad para insistir respecto a la urgencia de llevar a cabo las promesas que la actual administración puso, con nítida certeza, dentro de su programa de gobierno.
Todo este asunto me trajo a la memoria “La personalidad neurótica de nuestro tiempo”, título de un libro de Karen Horney (1937), que leí con gran impresión hace más de tres décadas y pensé cómo la conciencia a partir de una vaga asociación puede conducir hacia un pensamiento equivocado.
La forma de padecer una enfermedad, de concebir algo como enfermedad depende de patrones culturales imperceptibles pero contingentes. Pensé también en cómo la lectura conduce a otras lecturas y estas empujan la conciencia hacia preguntas fundamentales y cuestionan la aparente solidez inicial de nuestros pensamientos. Otra razón para leer.