En la ya bimilenaria tradición celebrativa de las iglesias cristianas, Resurrección, Ascensión y Pentecostés, han sido considerados tres momentos inseparables de la dinámica del Misterio Pascual: nos muestran el paso de la muerte a la vida; del miedo paralizante a la esperanza que preña el futuro de novedades; de la quietud temerosa a la acción misionera; del individualismo alienante a la pertenencia y participación gozosa en una comunidad liberadora. Con el correr de los siglos hemos separado pedagógicamente estos tres momentos del Misterio Pascual de Jesús como tres celebraciones distintas que de alguna manera debiéramos siempre considerar unidas.
Hoy se nos ofrecen en las lecturas de esta fiesta de la Ascensión del Señor, el final del evangelio según san Lucas y el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles. Como sabemos, las dos son obras del mismo autor. La escena que muestran ambos relatos es la de la Ascensión. En el caso de la primera lectura de hoy, me ha llamado siempre la atención la pregunta puesta en boca de dos hombres vestidos de blanco a los apóstoles: “¿Por qué siguen mirando el cielo?”.
La fe en Jesús nos ha de impulsar a tener los pies bien puestos en la tierra.
Muerto el maestro, viene el tiempo de la comunidad que se congrega en su nombre, para perpetuar su recuerdo, y hacer varias cosas, incluida la celebración de la Eucaristía, en memoria suya.
Los cristianos que hemos recibido el testimonio del Misterio Pascual de Jesús, afirmamos la presencia de Cristo en el mundo de muy distintas maneras. Está presente en los sacramentos que acompañan los distintos momentos de la vida: los de iniciación cristiana, los de penitencia y sanación, los de vocación y misión. Está presente en su Palabra proclamada de distintas formas que, como espada de dos filos, escruta corazones y conciencias. Está presente en toda persona que sufre algún dolor o carencia, que clama por ser aliviada, ya sea como obra de misericordia corporal o espiritual. Está presente cuando dos o más se reúnen en su nombre. Está presente también en cada una de las diversas manifestaciones del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, comunidad de comunidades.
La promesa del Espíritu que vendrá a animar, consolar, inspirar y movilizar, incluso más allá de los límites de la Iglesia, es una cierta garantía de que no hay por qué temer. Con el Espíritu que vive y revolotea en medio nuestro, Dios no nos abandona ni nos deja a merced de nuestros propios caprichos
He podido retomar estos últimos meses las visitas a programas sociales del Hogar de Cristo en distintas ciudades de nuestro país. Precisamente escribo estas líneas desde La Serena. Me ha llenado de alegría ser testigo de la porfiada esperanza de quienes trabajan sirviendo a los más pobres entre nosotros; compartir la mesa y los motivos de gratitud y preocupación en medio de todo lo que hemos vivido, tanto en la pandemia como en el derrotero de la crisis social y política que nos tiene ad portas de votar una nueva Constitución. Con los pies en la tierra, sigamos confiando que el Señor sigue entre nosotros, y hagamos lo que esté a nuestro alcance para anunciarlo con alegría.
“Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de Él, volvieron a Jerusalén con alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”.
(Lc. 24, 50-53)