La gran historia del fútbol, para decirlo con solemnidad, es una con VAR y sería otra si el VAR hubiese existido en la antigüedad.
El fútbol se ve por capas y el ojo humano distingue menos que el electrónico, porque no cuenta con repetición, cámara lenta y tiempo para revisar lo que sucedió.
El ser humano espectador observa el todo, si es que no está mirando para el lado, pero se le escapan las partes. Escucha y ve la explosión, pero se le pierden piezas, no distingue trozos y menos esquirlas.
La Primera B es el mejor ejemplo del fútbol en esas dos dimensiones.
La televisión e imágenes, por cierto, revelan lo sucedido, pero para convertirse en VAR necesitan bendición y sistema, porque solo así descubren y sancionan una realidad escondida, tantas veces misteriosa y siempre equívoca, que se oculta en la rapidez, el engaño y el enredo del fútbol.
Para la Primera B está el ojo humano que ve lo que puede, es decir, con deficiencia y de forma incompleta, y por eso marca goles que no fueron y anula goles convertidos.
Entonces cunde la indignación y asoma eso tan defectuoso, por tantas razones: miopía, cataratas, presbicia y astigmatismo. Pero no es asunto de enfermedad, aunque afecta, sino de naturaleza: lo humano, y desde luego los ojos, son imperfectos.
El fútbol, durante siglo y medio, se vio y analizó con esa imperfección a cuestas.
Leonel Sánchez, por ejemplo, en el Mundial de 1962, y en ese partido con Italia, termina expulsado, sin alegato alguno.
E Inglaterra, en Wembley y en la final del Mundial de 1966, empezó a ganar, ya en el alargue, con un tiro que no pasó de la línea de gol.
La llamada Mano de Dios no habría subido al cielo, porque el VAR detectó la falta de Diego Armando Maradona en el Mundial de México de 1986.
La conclusión, por lo tanto, es que ya aceptamos el pasado, se asumieron los desaciertos del ojo humano y se vive con ese recuerdo.
Ya no hay forma de cambiar decenas de irregularidades, donde algunas terminaron como tremendas injusticias y otras como mitos memorables.
Lo concreto es que la existencia del VAR, para cada uno de esos Mundiales, habría modificado resultados, campeones y leyendas.
El ojo del VAR no es el de Dios, pero es lo más parecido que hay.
Es uno certero y severo que descubre pecados, faltas, deslices y pecadillos, tanto en el ámbito mortal, como en el venial.
Alguna presa se le irá —por eso no es la mirada de Dios—, pero es una pesca con espinel, arpón, anzuelos y red, tanto de forma industrial como artesanal.
La suma y resta es que el fútbol que subió al museo y está en la memoria se escribió sin VAR; donde los mundiales de 1962, 1966 y 1986 son meros y mínimos ejemplos de un pasado imperfecto.
Con VAR, que a nadie le quepa duda, otra sería la historia.