A esta hora, sentado frente a la pantalla luminosa, empiezo ya a sentir su sonido. Es el tren del ramal. En una hora más, por mi izquierda, lo sentiré de nuevo, tocando su bocina —una especie de marca fija en medio de los cambios de los años— apenas toma la recta que lo lleva rumbo a Talca. Pero el que escucho ahora no es ese silbato: por mi derecha llega a mi oído, entrecortado, el típico chuchuchuco infantil de los viejos trenes. Es notable que se haga sentir desde tan lejos, unos 25 kilómetros a lo menos. Pero tiene una explicación. El tren corre primero a la orilla del cauce del río Maule —una cuenca impresionante— y después al costado del más modesto río Claro. Esos dos lechos de río se asemejan a un instrumento de viento formado por dos partes, la última más estrecha y breve. Las vibraciones que el tren produce en el aire recorren esa larga distancia por ese tubo natural para anunciarme con anticipación su llegada. De ese modo hay tiempo de sobra para prepararse si se da el inusual caso de tener que ir a recoger a algún huésped a la derruida estación. Todavía tengo la imagen de dos queridas amigas bajándose con cierta dificultad, pero sin perder la elegancia, de uno de los dos carros. Habían venido especialmente desde Argentina a hacer el recorrido.

La construcción del ramal fue ordenada durante la presidencia de José Manuel Balmaceda y, en su primer tramo, se inauguró en 1892. Une la ciudad de Talca con el balneario de Constitución. Es el único ramal en funcionamiento y fue declarado Monumento Nacional en el año 2007. Su pintoresco recorrido va parando en una secuencia de pequeños pueblos, que antes correspondían a caletas fluviales en la magnífica época en que ese río era navegable. Me contengo, porque, como usted lector lo habrá advertido ya, tengo material para dar una lata.

A propósito de lata, un castigo que nadie merece, el tema es que quería palabrear sobre la propuesta de nueva Constitución, pero pensé que es demasiado lo que se habla de ella en los medios y los lectores ya estarían un tanto lateados. Lo curioso es que mientras empezaba a escribir esa columna escuché el sonido del tren acercarse a lo lejos y se cruzó por mi mente “Constitución”, el balneario venido a menos, y la Constitución, el texto jurídico que iba a ser el motor de mi lata. Y he aquí. El hecho es que la ciudad fue alguna vez un próspero astillero y puerto comercial llamado “Nueva Bilbao de Gardoqui”, perdiendo ese bello nombre por este propio de tinterillos linajudos durante la deliberación de la Constitución de 1828, cuando se le otorgó a esa villa la calidad de “puerto mayor”. Hay que cuidarse.