—“Papá, ya no quiero ir a Miami”.
—“Pero si te va a encantar”.
—“Es que ya no quiero ir”.
—“No podemos cambiar de planes”.
—“Me arrepentí, papá”.
—“No importa hijo, no hables más y sigue nadando”.
Ese viejo chiste cruel sobre el exilio cubano se me vino a la mente esta semana cuando la Convención aprobó la “restitución” de las tierras indígenas (artículo 21).
Yo trato de no ser pesimista, pero cuando revisé ese mapa que circuló por redes sociales me di cuenta que la norma aprobada por el pleno de la Convención traspasará el dominio de casi todo el territorio nacional a 11 pueblos originarios.
Un amigo de izquierda me dijo el viernes que este país pasará de ser propiedad de 7 familias a ser propiedad de 11 caciques. “Igual es un avance”, me dijo, mientras terminaba de poner en venta su casa de playa en el portal inmobiliario. “Tuve la mala suerte de construir en una localidad que ahora está en disputa entre huilliches y chonos. Me recomendaron vender e irme. No voy a ser el jamón del sánguche”, me confesó.
Quedé nervioso con esa conversación. Y me fui a mirar el mapa para ver qué tribu vendría a reclamar la tierra donde vivo. Yo no me angustio tanto, porque el dueño de mi casa sigue siendo el banco (hasta que termine de pagar el hipotecario) y por lo tanto el lío supongo que lo tendrá el banco con los indígenas que vendrán (antes de Navidad, imagino, si gana el Apruebo el plebiscito de septiembre) a pedir la “restitución” de su tierra. A mí me tocará ser expulsado por mapuches, lo cual me da cierta calma, porque a esa etnia al menos la conozco y le tengo cariño. Peor sería que a uno lo viniera a expropiar un piel roja. No sé si será racista ese comentario. Ya no sé distinguir entre el bien y el mal en estos asuntos.
Como sea, igual que mi amigo, comencé a pensar en partir. A otro país, quizás, porque por lo visto, en el nuevo Chile plurinacional no habrá mucho espacio para los chilenos. Y yo me siento chileno, más chileno que los porotos, como se decía antes, de manera errónea, porque los porotos no son chilenos. Pero yo sí soy chileno. Me emociona la bandera y casi lloro cuando escucho a Gary Medel cantar desafinado el himno nacional con la mano en el pecho. Sí, me gustan las empanadas y el vino tinto, y la cazuela y la cueca y me siento tan orgulloso de la Mistral como de Neruda, aunque haya sido comunista. Y de la Bolocco y del Chino Ríos y la Violeta Parra. Y adoro el mar chileno y la cordillera y el desierto y los hielos del sur. He tenido la suerte de conocer el territorio completo, desde Arica a la Antártica y la Isla de Pascua y Chiloé. Y adoro este país.
¿Pero y si me tengo que ir, porque mis apellidos me condenan a ser un colono usurpador expropiable? Por eso me acordé del chiste del niñito que nada a contrapelo hacia el exilio en Miami. Así me sentiré yo. Los dejo, porque tengo que ir a revisar la escritura de compraventa de mi casa.
PD: Noticia de último minuto. Me acaba de llegar el test de ADN que me hice hace unas semanas y dice que ¡tengo 28% de genes indoamericanos! ¿Me habré salvado? En una de esas salvo los muebles.