Conforme se configura una nueva Constitución Política, han surgido artículos referentes a la vivienda y a la ciudad, cuestiones ausentes en nuestras constituciones anteriores, no obstante ser la vivienda reconocida universalmente como un derecho social fundamental junto con la salud, la educación y la previsión. En un ejemplo significativo para nosotros, la Constitución española de 1978, promulgada apenas tres años después del fin de la dictadura, en el capítulo de los principios rectores de la política social y económica, expresa: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”.
Es evidente que vivienda y ciudad están indisolublemente vinculadas entre sí y, en el caso de Chile, que sus dramáticas carencias en planificación y regulación, acumuladas como consecuencia de políticas públicas por décadas sujetas a un inflexible modelo de desarrollo, explican buena parte del descontento popular que se manifestó con fuerza precisamente como un fenómeno urbano hace un par de años, y que nos tiene en pleno proceso revisionista hoy. El texto chileno avanza en una dirección similar al español de hace 25 años, en el sentido de comprometer al Estado en la activa consecución del bien común, con especial atención en la distribución equitativa de los bienes públicos, con el fin superior de lograr la difícil integración social y, con ella, finalmente, una convivencia pacífica. La referencia a la dignidad en la vivienda se refiere a los estándares materiales y espaciales indispensables para realizar con agrado los actos de la vida doméstica, por supuesto, pero también a su relación con el entorno colectivo y con el resto de la sociedad; todo aquello que la ciudad –lo público– debe poner a disposición del individuo y de las familias para satisfacer sus necesidades en igualdad de condiciones.
Nadie esperaría que los efectos de unos preceptos constitucionales sean instantáneos, sino que echen a rodar un proceso en que el Estado asuma su ineludible autoridad en la planificación, en la regulación, en el establecimiento de estándares y en la garantía de plena participación de la ciudadanía en aquello que le afecta vitalmente, como son el destino del lugar que habita, los instrumentos de su diseño y los efectos de su desarrollo; cuestiones todas que no pueden –ni jamás debieron– ser dejadas al arbitrio del mercado y a la influencia de grupos de interés.