La Convención logra escribir mucho, pero poco y nada sobre lo que es esencial a una Constitución. Como van las cosas, es probable que la que proponga esté entre las constituciones más extensas del mundo. Podría compartir el podio de las más largas con aquellas de la India, Nigeria, Malasia y algunas de países latinoamericanos cuya institucionalidad política funciona mal o no es democrática.
Un primer problema del mucho escribir es que el texto quede obsoleto. La propuesta de la Convención obliga a la ley a regular la utilización de herramientas digitales en la implementación de los mecanismos de participación. ¿Quién dijo que las herramientas digitales seguirán siendo en 20 o 30 años las mejores para implementar los mecanismos de participación? ¿Para qué hizo obligatorio uno de los medios posibles de lograr el fin deseado?
Un segundo problema, algo más serio, es el riesgo de irrelevancia o de exceso de judicialización. Varios convencionales celebraron con algarabía esta semana un artículo que define al Estado chileno como social y democrático de derecho. Pero ¿qué significa que un Estado sea social? ¿A qué obliga ello? La Constitución alemana lo define así y ha desarrollado un Estado benefactor. Pero también se define como Estado social Venezuela, y allí este controla la actividad económica, ahogando toda iniciativa privada. La misma definición hace la Constitución de Bolivia y con lenguaje similar la de Ecuador, cuyos Estados son más bien débiles.
¿Qué efectos producirá en Chile ese cambio, si es que alguno? No solo se arriesga la irrelevancia, sino la debida decisión por mayoría, que constituye la democracia. El borrador ya está repleto de conceptos de significado debatible, a los que cada corriente política les atribuirá un contenido diverso. Todos los invocarán como obligatorios, pero cada grupo con contenido diverso, privando a las mayorías de resolver con la libertad que exige la democracia. Estos conceptos también arriesgan la judicialización de la política.
Como se trata de normas obligatorias, no faltará quien las invoque para invalidar alguna decisión política, adoptada por autoridades elegidas. Otra merma para la democracia.
Un tercer y más importante problema del mucho escribir consiste en que la Constitución quede poblada de normas que imponen un programa político, en desmedro de otros programas rivales igualmente democráticos. Entender la Constitución como un programa político ahoga el pluralismo, que es consustancial a la democracia.
De ello, hay ya algunos ejemplos entre las normas aprobadas y está lleno en la propuesta de derechos económico-sociales aún pendientes de aprobación por el pleno.
En contraste, las constituciones más longevas, exitosas y admiradas son sobrias en declaraciones altisonantes y ricas en reglas políticas.
En una Constitución cabe cualquier contenido, pero lo que en ellas no puede faltar es la decisión acerca de quién, cómo y dentro de qué límites (derechos fundamentales) se ejerce el poder político. Por algo se apellidan políticas.
Lo que cualquier Constitución necesita hacer es fijar las reglas del juego político. Es indispensable que esas reglas, a diferencia de las que optan por modelos económicos, queden fijadas en un texto supramayoritario, uno del que no puedan disponer las mayorías. La democracia no puede funcionar si, frente a cada decisión, los participantes quedan en condiciones de discutir o de modificar las reglas que establecen cómo decidir.
La contienda política democrática solo funciona sujetándose a reglas preestablecidas y no disponibles para la mayoría. Esos presupuestos del juego democrático —y no otros— son los que deben quedar contenidos en una Constitución.
En esta materia esencial, nuestra Convención, en contraste con su generosa escritura en otras áreas, no logra destrabar sus desacuerdos. Dos acuerdos sobre el régimen político (el último llamado Gran Acuerdo) y uno sobre los restantes órganos constitucionales terminaron por caerse en el pleno de esta semana, dando cuenta de la improvisación con que se debate nuestra Constitución.
El régimen electoral, la piedra angular de la organización del Congreso, ha sido expresamente dejado a la ley, lo que equivale a dejar la hortaliza al cuidado de los conejos.
Si no se alcanzan los acuerdos en estos temas, no habrá proyecto constitucional, pues, aunque este sea extenso y florido, si no contiene las reglas acerca del juego político, no podría llamarse a sí mismo un proyecto de Constitución Política.