Escribo el jueves, el día de la frase aquella “Aparta de mí este cáliz”. Si leen, lo harán en Viernes Santo, en el día de “Por qué me has abandonado”. El año pasado estábamos padeciendo la pandemia, la muerte solitaria de muchos, el miedo, y no era poco padecer.
Hoy el cáliz de la amargura está muy cerca de los labios. Necesitamos toda la fuerza de la esperanza, la fuerza del mito, para hacernos creer en algún tipo de resurrección. Por lado y lado se ve oscura la cosa. Se desarman las alianzas y los planes de muchos. Hablo, no del mundo, sino de la Convención Constituyente. Más grave esta descripción, entonces, porque debe terminar en un texto escrito, la Constitución. No debería ser una colcha de retazos enorme: retazos de esperanzas contradictorias.
Alguna gente práctica habla de las virtudes de la ambigüedad, algo que acostumbro relacionar con la poesía y la literatura más que con los textos jurídicos. Cosas de una. Ahora, mientras más líquida e incluso “gaseosa” resulte la Constitución, más fácil será en primer lugar aprobarla, y en segundo lugar aplicarla (si es que estoy en el poder, o si están allí mis amigos). Más vale no saber en qué sentido se usa, por ejemplo, la palabra “nación”, porque quienes aprobaron el texto tienen a ese respecto diferencias no menores, y dejan al futuro la definición, aunque no sin antes poner la punta del pie firmemente en la puerta.
Me río amargamente de mí misma, o de quien era cuando escribí sobre el lenguaje de la Constitución. Un sueño ingenuo el mío. Una constitución breve, expresión de lo fundamental que une; inspiradora; escrita de tal manera que los niños pudieran aprenderse de memoria alguna frase particularmente profunda y acertada. Nada de eso fue, y lo peor, ya no es posible. Solo se puede esperar que estas pegatinas enredosas de pronto se den vuelta, como por arte de magia, como cuando mi madre daba vuelta sus dedos llenos de hilos sin asunto y aparecía “la cunita”. Era una visión milagrosa. Lo mejor era que se podía aprender y hasta, con dificultad, reproducir. Un milagro en las manos.
El mito ofrece milagros, es el último refugio de la esperanza. La resurrección fue un milagro increíble para las mujeres que, tres días después, se acercaron al sepulcro. Todo puede pasar.
Ojalá no venga al caso aquí un admirable poema de la peruana Blanca Varela: “Digamos que ganaste la carrera/ y que el premio/ era otra carrera/ que no bebiste el vino de la victoria/ sino tu propia sal/ que jamás escuchaste vítores/ sino ladridos de perros/ y que tu sombra/ tu propia sombra/ fue tu única/ y desleal competidora”. Se llama Curriculum Vitae el poema. Ojalá no sea el de la Convención Constituyente.