“¿Te acuerdas cuando estuvimos aterrados por la Constitución confeccionada por esa estrambótica Convención que nació de un evento que ahora pocos recuerdan, las protestas de 2019?”. Quien hablaba era Clemente, un viejo abogado y dirigente del Partido Republicano.
Habían transcurrido apenas 10 años, pero los orígenes de la nueva Constitución se habían borrado. No era de extrañar. Desde su implantación, Chile y el mundo fueron asolados por pandemias que se sucedieron una tras otra. Tras la invasión de Rusia a Ucrania, se multiplicaron guerras nucleares “tácticas” que dejaron miles de muertos y millones de desplazados. El déficit de alimentos repuso el hambre en buena parte del globo. El florecimiento de pueblos y naciones de otrora fue aplastado por el imperio de los Estados. Volvió la carrera armamentista. El calentamiento global se desbocó, desatando una lucha a muerte por encontrar formas de protección. La globalización y la integración latinoamericana se hicieron trizas. Lo que reina son las fronteras y la autarquía.
Chile también cambió. Lo que era una ciudad integrada, ahora son barrios aislados y protegidos. Lo que eran espacios públicos, ahora son áreas dominadas por la delincuencia donde deambulan como zombies migrantes internos y externos. Lo que eran carreteras abarrotadas de vehículos, ahora son lugares abandonados ante los inalcanzables precios de los combustibles. Lo que eran territorios abiertos, ahora son refugios de multimillonarios chilenos y extranjeros que, aliados con sus habitantes originarios, han levantado barreras insalvables con la justificación de proteger las identidades primigenias y los derechos de la naturaleza.
“¡Éramos tan ingenuos!”, siguió Clemente riendo. “Pensábamos que la nueva Constitución nos desplazaría del poder para siempre. Resultó exactamente al revés, gracias a que tuvimos la inteligencia de usarla a nuestro favor”.
No le faltaba razón. El Partido Republicano venía gobernando con mano de hierro desde 2026, cuando el electorado se volcó masivamente a José Antonio Kast, decepcionado de la izquierda y sus promesas y cansado del desorden y la delincuencia. Controla la Cámara (el viejo Senado carece de importancia), ejerce fuerte influencia sobre el sistema de justicia y posee un elevado grado de control sobre los medios de comunicación con el pretexto de combatir la desinformación. Esto por arriba; por abajo, en alianza con caudillos populistas locales, la derecha ha utilizado el discurso plurinacional y la autonomía otorgada a los territorios para crear feudos impenetrables.
“La nueva Constitución es frondosa en declaraciones románticas que si se hubiesen llevado a la práctica habrían sido nuestro fin. Pero como la Convención no se puso de acuerdo, la operacionalización quedó en manos de lo que defina la ley, esto es, de la mayoría en el Congreso. Inicialmente esto nos dio terror, porque los derechistas nos creemos condenados a ser minoría en democracia. Por esto es que nos aferramos tanto a normas constitucionales que la coartan, como fueran los senadores designados y el binominal. Pero vencimos al derrotismo, pusimos dinero, reclutamos figuras populares y levantamos sin complejos las banderas del orden, de la libertad, de la propiedad y de la defensa de Chile ante la inmigración y la plurinacionalidad. Lo más simple han sido los escaños reservados, que creíamos eran propiedad de la izquierda: con recursos y buena organización los hemos ganado casi todos. Así conseguimos los votos para conquistar los gobiernos locales y regionales, colocar a Kast en La Moneda, y lo más importante, ganar la mayoría de los diputados y con ello transformar la Constitución en un texto inocuo. A veces nos hemos topado con restricciones insalvables; pero como esta no tiene los ‘candados' que tenía la de 1980, la hemos reformado a nuestro gusto, eliminando y mitigando sus aspectos más amenazantes. Así, lo que parecía un tigre feroz ha terminado en un gato de salón”, terminó Clemente, irradiando una mezcla de alivio y orgullo.