Esta película está basada en un relato de Haruki Murakami incluido en el libro Hombres sin mujeres y es, como aquellos, una historia de pérdida: la del director de teatro Yusuke (Hidetoshi Nishijima) que encuentra muerta a su mujer, la guionista Oto (Reika Kirishima), después de verla en plena aventura sexual con un actor más joven, Takatsuki (Masaki Okada).
Este contexto forma el prólogo (de 42 minutos, acaso uno de los más largos de la historia del cine), que introduce también a la preparación de un montaje de “El Tío Vania”, de Chéjov, para el Festival de Teatro de Hiroshima, al que pueden postular creadores y actores de toda Asia. Yusuke tiene cierta obsesión con conducir su auto, un Taunus con 15 años de antigüedad; pero el Festival le obliga a aceptar a una joven conductora experta.
Yusuke estructura un reparto que en propiedad puede llamarse plurinacional, pluricultural y plurilingüe: japoneses, coreanos, taiwaneses, filipinos y hasta una actriz muda. Entre ellos, Takatsuki, el amante ocasional de su esposa muerta. Con los seleccionados dirige lecturas, primero neutras, luego actuadas, y así, en una larga preparación cuyo fin es absorber la tragedia de Chéjov hasta en sus resonancias más sutiles.
En el curso de ese proceso, Yusuke va descubriendo la naturaleza de su dolor y de sus sentimientos de culpa ante la pérdida de su esposa. Lo que ha escrito Chéjov contiene mucho de ese sufrimiento y lo expresa de una forma que solo puede descubrirse mediante la profunda inmersión en la obra.
Es un metraje atrevidamente largo -tres horas-, con el que el director Hamaguchi se propone al menos un esfuerzo imposible: reproducir la transformación que “El Tío Vania” va operando en los personajes. Es imposible, porque sería necesario reproducir la obra, pero también porque el cine es un medio expresivo sustancialmente distinto del teatro; el roce entre ambos medios es, como en Jacques Rivette, uno de los tropos de la película.
Hamaguchi se desvía del montaje teatral para centrarse en su verdadero tema, que es la dolorosa imposibilidad de conocer al otro, incluso -o especialmente- al ser amado. Su estilo es reflexivo, parsimonioso, paciente. Y es inevitable que el empeño por asociar el desarrollo de sus personajes con Chéjov tenga también un lado artificioso, mientras quedan obliterados asuntos que parecían tener importancia (¿por qué Yusuke insiste en manejar su auto?, ¿cuál es la importancia del glaucoma que se le diagnostica?).
Drive my car es una película importante, porque su inteligencia está bastante por encima de lo habitual. Pero hasta el cine más inteligente ha de tener cuidado con pasarse de listo.