El diseño de una Constitución enfrenta una tensión inherente. Por una parte, debe afirmar el principio de soberanía política, es decir, que la voluntad ciudadana, que se asocia a las mayorías, pueda materializarse. Por otra, debe garantizar los derechos de los individuos, lo que implica proteger a las minorías y limitar el poder.
Las mayorías y las minorías no siempre quieren lo mismo. De hecho, la propuesta de la comisión de Sistema Político en la Convención parece basarse en el diagnóstico de que, bajo la actual Constitución, el pueblo soberano no pudo llevar a cabo su voluntad (de un modelo distinto) por la protección excesiva de ciertas minorías que se favorecían del statu quo. Hay razones para dudar de que este diagnóstico sea correcto. Si miramos nuestra historia de elecciones presidenciales, donde priman las mayorías, desde 1993 hubo candidatos que proponían cambios radicales y nunca concitaron mayor apoyo. Lo mismo ocurre con los alcaldes. Es difícil sostener que el pueblo siempre quiso algo muy distinto.
Aun así, es cierto que nuestra Constitución limita en exceso la soberanía popular. Por ejemplo, exige quorums supramayoritarios que limitan el poder de las mayorías parlamentarias en una amplia gama de materias. Quizás más grave, articula un sistema político que no está logrando canalizar demandas mayoritarias de larga data, como muestra el fracaso de dos gobiernos sucesivos en reformar las pensiones.
Como sea, en el afán de darles más fuerza a las mayorías, la Convención ahora propone un sistema político con un poderoso Congreso de Diputadas y Diputados que, en la fiel tradición de Rousseau, encarnaría la voluntad general. Puede, por 4/7, imponer su voluntad por sobre la Cámara de las Regiones (sucesora menoscabada del Senado) y también por sobre el veto presidencial. Es un modelo no muy lejano del unicameralismo, que debiera propender a aumentar la velocidad con que se impone la “voluntad general”.
Pero la voluntad de las mayorías puede ser cortoplacista (pensemos en los retiros de las AFP), confusa (el propio Rousseau decía que “el pueblo quiere indefectiblemente su bien, pero no siempre lo comprende”) y algo veleidosa (en seis meses pasamos de la elección de convencionales a una primera vuelta que dio como vencedor a J.A. Kast). Así, agilizar los cambios también puede traer problemas, más aún en un contexto de alta fragmentación y partidos débiles, como el que probablemente seguiremos enfrentando.
Pero lo más preocupante del poder de las mayorías es cómo quedan las minorías. La propuesta mandata que el sistema electoral queda a la ley, pudiendo el nuevo Congreso modificarlo por mayoría simple —por ejemplo, definiendo distritos convenientes que les permitan perpetuarse, como es habitual en otros países del continente. También plantea la posibilidad de revocar el mandato de los congresistas, lo que podría terminar usándose contra las minorías. Esta propuesta amenaza con un dominio excesivo de la voluntad general sobre la sociedad.
Ya Platón advertía que una mayoría podía escoger ser gobernada por un tirano. La historia enseña que no es un riesgo puramente platónico. Y es que, como diría Popper, la paradoja surge de comprender la democracia como una respuesta a la pregunta de “quién debe gobernar”, cuando lo que importa es cómo organizar la política de modo de limitar el daño que pueden hacer los malos gobernantes.