Con toda razón se dice que un matrimonio que ha pasado por varias mudanzas está ya a salvo de la ruptura. El mío acaba de pasar por una más y la verdad es que las mudanzas ponen a prueba. Además, tardan mucho en concluir. Uno dice “Ya está”, porque el camión ha hecho su último traslado, pero la verdad es otra. Los detalles, que la mayoría de las veces no son tales, van apareciendo unos tras otros, de manera que el asunto se prolonga durante varias semanas, si no meses. Añada usted una mudanza en tiempos de pandemia y la cosa se pone aún más complicada por el efecto que el virus tiene en el cerebro y en las conductas de las personas.
Los libros son agradecidos de las mudanzas. Se vuelven a tomar en las manos, se sacuden uno a uno, se embalan, y al final se reinstalan en las pulcras estanterías que los aguardan en un nuevo sitio. Como pasa también con otros objetos, los libros reaparecen con las mudanzas y obligan a fijarse nuevamente en ellos, que es lo que acaba de ocurrirme con “Sobre los acantilados de mármol”, de Ernst Jünger. Se trata de una edición de 1962, y lo que exclamé al verlo fue: “¿Qué hace este libro aquí?”. Un ejemplar mal anillado, con unas improvisadas tapas de plástico azul y a punto de despaginarse.
Lo abrí, por supuesto, probé sus primeros párrafos y ya no pude dejarlo. Esa me ha parecido siempre la prueba por la que debe pasar todo libro, incluso cuando se lo toma distraídamente en una librería: si te llegan sus primeros párrafos, su primera página, incluso su primera frase, el trato está hecho: vas a leer ese libro o a releerlo llegado el caso. Y esa primera frase en el texto de Jünger es esta: “Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que sobrecoge al recordar tiempos felices”.
Bien, ¿no?, aunque se podría objetar el uso de la palabra “melancolía”. ¿No resultaría mejor “nostalgia”, entendiendo por esta última el valor que damos a las cosas buenas que tuvimos en el pasado, en tanto que “melancolía” vendría siendo la sensación penosa de lo no realizado, de lo que ya pasó sin pasar realmente del todo, de lo inacabado, de lo incompleto? Aunque tal vez exista un híbrido de nostalgia y melancolía: si se recuerda lo bueno de algo pasado (nostalgia) puede percibirse también la distancia a que ha quedado del presente y la imposibilidad de su repetición (melancolía). Algo se ha hundido en la nada y no es posible recuperarlo. Tal vez un vistazo a las obras de Freud —¡tan bien escritas!— podría sacarnos de este enredo.
Ambas, nostalgia y melancolía, remiten al pasado, pero están hechas, en partes desiguales, de evocación y añoranza.
¿Cómo calificar, por ejemplo, uno de los párrafos iniciales del libro de Jünger, aquel que narra el momento en que en el pueblo empezaban a rechinar las prensas para exprimir las uvas destinadas a transformarse en vino y el olor del orujo fresco llegaba hasta los patios de las casas, y entonces “nos íbamos a las tabernas o a las casas de aquellos toneleros y viñadores y brindábamos con ellos en los panzudos jarros”? Era de ese modo que nos transformábamos en “personas despreocupadas entre las que el ingenio y el buen humor se cotiza como moneda de gran valor… Sentados a la mesa, conversábamos amigablemente, descansando a veces un brazo sobre los hombros del vecino”.
¿Puede haber una imagen más nítida que esa para dar cuenta de la camaradería que pareciéramos haber perdido en el tiempo presente? Una camaradería con espesor, hecha de conversación y de silencios, emotiva sin ser sentimental, puesto que los contertulios, a poco andar, y como efecto de la misma bebida, se enfrentaban como “pacíficos espadachines que manejaban las ideas con aquella insigne ligereza y libertad que únicamente proporciona una larga existencia exenta de preocupación”.
“Exenta de preocupación…”, cómo no, ¿pero qué hacer para conseguir algo así en este siglo marcado a fuego por la incertidumbre en todos los ámbitos de la existencia y tanto en los vastos como en los pequeños y hasta íntimos territorios? ¿Cómo volver a casa, según la obra de Jünger, a través de los campos y jardines sumidos en la profundidad de la embriaguez, mientras el rocío empezaba a posarse sobre los pámpanos; a la derecha, la ribera del lago bañada de luz por la luna y, a la izquierda, los grandes acantilados de mármol, y entre ambos, los viñedos por cuyas estribaciones se perdía el sendero, para llegar finalmente al secreto de nuestra habitación, luego de atravesar el campo de azucenas y descubrir recién entonces que “el dorado hilo de la vida iba desenroscándose de su huso”?
Y entonces —concluye Jünger su relato de 1939—, “era como si entráramos en la paz de la casa paterna”, aunque la historia termina mal por obra del “Gran guardabosques”, un siniestro personaje de la novela que resulta imposible no comparar con Adolf Hitler.
Si después de cada mudanza nos topáramos con un libro como este, tendríamos que llamar cuanto antes al camión que se hará cargo de ella.
Las mudanzas resucitan a los libros, y estos, gracias a ellas, recuperan su voz y vuelven a encender los cinco sentidos que intervienen juntos tratándose de la lectura.
Agustín Squella