El Derecho es uno de esos fenómenos culturales cuya fisonomía depende de la virtud intelectual de quienes lo describen. Buena parte de aquello que aún pervive estimable en la práctica legal del Chile contemporáneo se debe a la enseñanza y al magisterio del profesor Antonio Bascuñán Valdés, quien acaba de morir.
Era un profesor culto, gentil y respetuoso que educó a generaciones de abogados, capaz de escuchar con igual consideración y respeto a todos, haciéndoles sentir que su punto de vista valía la pena y que cada opinión, en la medida que fuera razonada, era un trazo más en la tarea siempre inacabada de dibujar lo que debía ser el Derecho. Y es que el profesor Bascuñán era consciente, más que ninguno, de que el Derecho es uno de esos fenómenos que se configuran al compás de las convicciones y el razonamiento de aquellos que lo describen.
Se educó en la Universidad de Chile, a la que abrazó como parte inescindible de su propia trayectoria vital hasta confundirse con ella —sin incurrir, no obstante, en el fanatismo que degrada a esa lealtad—, y más tarde en Italia y Alemania; aunque tenía la gentileza y el cuidado de nunca hacer alarde de esto último, consciente, como era, de que la situación social y económica de la que se disponía por origen tenía un peso indesmentible en lo que las personas eran capaces de alcanzar. Era un hombre sin duda inteligente y meritorio; pero esa misma inteligencia lo invitaba a la modestia y la atención sincera a los demás. Sembró innumerables vocaciones acerca del Derecho —hoy ha de haber pocos abogados influyentes que no hayan podido oírlo—, lo cual quiere decir innumerables convicciones acerca de lo que significan las reglas y la imparcialidad para la cooperación entre las personas y la vida colectiva. Fue por dos veces decano de la Facultad de derecho de la Universidad de Chile —entre los años 1974 y 1976 y 1998-2002— y en ambas ocasiones, nada fáciles, mostró la ecuanimidad que lo caracterizaba, nunca renunció a sus convicciones y siempre mantuvo la misma voluntad de cooperar con todos, incluso con aquellos a los que había formado y que incomprensiblemente le volvieron alguna vez la espalda. Pero fue capaz de asistir a esto último sin quejas ni sobresaltos, consciente de que la autonomía era un valor a cuyos resultados valía la pena atender.
Una de sus lecciones favoritas era aquella en que invitaba a conversar sobre el Critón, el diálogo en que Platón relata de qué forma Sócrates renuncia a huir de la sentencia injusta que lo condenaba a muerte. En esa lección, Sócrates insta a quienes lo invitan a escapar a reflexionar no si tienen el deseo de hacerlo, no si hay motivos para hacerlo, no si hay el impulso de hacerlo o si es útil, sino acerca de si cuentan con razones para llevarlo a cabo. En esa sencilla lección, el profesor Bascuñán mostraba un aspecto fundamental del razonamiento práctico que debe ejercitar el jurista y que a veces suele olvidarse: los seres humanos buscamos el asentimiento racional a lo que queremos hacer, no nos basta con querer hacer algo: nos damos a la tarea de encontrar razones, aunque ellas sean a veces fugaces, para hacerlo.
Si hubiera que encontrar alguna semilla, de las innumerables que sembró entre quienes fueron sus alumnos, formales o informales, o entre quienes tuvieron la suerte de siquiera escucharlo o asistir a la actitud que siempre mantuvo, habría que rescatar esa: la idea de que no basta con querer hacer algo para llevar adelante o encomiar alguna acción, sino que se necesita encontrar alguna razón, siquiera frágil y fugaz, para hacerlo. Es esta una sencilla lección para los hombres y mujeres que se ocupan del Derecho; pero es todavía una lección a la que se debería atender hoy cuando a veces se obedece más a los motivos o los impulsos que a los argumentos bien pensados, esos que, al formularlos en medio del diálogo, nos recuerdan, como lo hacía el profesor Bascuñán en sus intervenciones, que, al margen de nuestra condición, poseemos igual capacidad de discernimiento.
Carlos Peña