Con la misma devoción con la que años atrás debatíamos sobre las leyes de la economía, de cuyo desempeño parecía depender nuestro destino, hoy seguimos el debate sobre la nueva Constitución. Cada artículo o inciso, cada votación de comisiones o del pleno, cada palabra o gesto: todo es objeto de aplausos o abucheos, como si fuera la puerta del paraíso o del infierno. Dudo que en otras latitudes un proceso semejante haya sido rodeado de tanta expectativa.
¿A qué se debe semejante atención? Pienso que a una tradición antigua, que cruza a derecha e izquierda, conservadores y revolucionarios; una tradición según la cual la suerte del país y de las personas depende críticamente de las normas, en especial de índole constitucional. Lo bebimos en nuestras primeras clases de historia: Chile es lo que es, un país unido, que ha vivido gruesamente en paz y democracia, que amplió significativamente su territorio en base a campañas militares exitosas, gracias a que dispuso desde muy temprano un marco institucional, un Estado “en forma”. Lo vimos en 1973, con un golpe de Estado que se justificó en la defensa de la Constitución de 1925 y una dictadura que, si bien la anuló, se dio de inmediato normas jurídicas que justificaban el uso de la fuerza e inició un proceso sui generis de redacción de una nueva Carta Fundamental que desembocó en el plebiscito de 1980. Ya en democracia, se observó en la obstinada resistencia de la derecha en cambiar una coma del marco constitucional, creyendo que ello traería consigo el derrumbe de “el modelo”; y del otro lado, en el empeño obsesivo de la izquierda de emanciparse de la “Constitución de Pinochet”, a la cual se le achacó la fuente de todos los malestares. Lo observamos también, más recientemente, cuando en respuesta a un estallido social que tuvo causas múltiples difíciles de pesquisar, la clase política concordó transversalmente que la solución estaba —cómo no— en la redacción de una nueva Constitución.
El hechizo por la norma tiene entonces larga data y cubre todo el espectro político. Conservadores, que imputan a la cultura y la tradición la fuente de las costumbres y la continuidad, no se inmutaron en apoyar una Constitución revolucionaria como la del 80, ni sostenerla luego como garante supremo del orden; lo mismo neoliberales, que sostienen que el mismo no descansa en textos o declaraciones, sino en la mano invisible del mercado. Del otro lado, marxistas ortodoxos, para quienes el marco institucional es una mera expresión de la infraestructura económica, ahora defienden el diseño constitucional como partero de la historia y la sociedad nueva; lo mismo gramscianos, que se supone para tal fin confiaban más en la acción política y en la hegemonía cultural.
Que la norma es importante no hay duda; pero por sí sola no genera ni detiene los cambios, ni une ni proyecta a un país, una pareja, una familia, una iglesia o una empresa. Si así fuera, todo sería más simple: si el país va mal, cambiar la Constitución; si el amor de la pareja o la familia se desgastan, cambiar el contrato matrimonial; si los feligreses pierden la fe, cambiar el reglamento; si la empresa se dirige a la quiebra, cambiar el pacto de accionistas. Perdón lo obvio, pero las leyes no garantizan el bien ni la felicidad. La vida material y la economía también existen, al igual que las creencias y la ciencia, la cultura y la fe, el amor recíproco y la política, el liderazgo y el azar.
Que la Convención se aboque a fabricar las leyes básicas de nuestra convivencia es necesario y loable, pero no vendría mal encontrar un antídoto para que el país no sea presa de la “constitucionalitis”.