James Madison llegó antes que todos sus pares a la Convención de Filadelfia en 1787 para dar forma a la primera Constitución moderna. En la sesión inaugural, tuvo la claridad de plantear la cuestión inicial que debía ser resuelta: el problema de la representación. ¿Cuál es el diseño más apto para compatibilizar democracia y descentralización? El dilema radicaba en que, al maximizar solo la variable poblacional, se corría el riesgo de que todas las leyes y políticas públicas aprobadas por el futuro Congreso Nacional fueran determinadas por un puñado de territorios que concentraban la inmensa mayoría de los habitantes, en desmedro de los “estados pequeños”.
Así, en atención a lo que significa una república democrática, debía existir una Cámara que represente a la población. Pero dado que la población aumenta o disminuye dentro de diferentes circunscripciones, el número de representantes no puede ser estático, sino que debe moverse dinámicamente junto con los habitantes. En otras palabras, si —por ejemplo— se elige un legislador cada cien mil habitantes de una comuna o agrupación de comunas, en el evento que esa circunscripción duplique sus habitantes, podrá en consecuencia elegir a un segundo legislador. Esto asegura una representación poblacional más precisa, ya que refleja fielmente las variaciones en el número de habitantes. Con todo, la existencia de una sola Cámara que se limite a replicar exclusivamente esta variable —la poblacional— se opone frontalmente a un Estado descentralizado, dado que las regiones más pobladas se impondrán sin contrapeso a las con menos habitantes.
Por esa razón, Madison plantea que la segunda Cámara represente a las grandes unidades territoriales (estados, provincias, regiones, etcétera) y así evitar que las metrópolis controlen toda la política del país. Pero para que dicha fórmula funcione, es indispensable que todos los estados o regiones tengan igualdad jurídica, es decir, el mismo número de legisladores. De este modo, se reconoce que no existen regiones de primera, segunda o tercera categoría, sino que cada una de ellas cuenta con dos senadores, para así equiparar el poder de las regiones más pobladas, velando —en consecuencia— por una descentralización efectiva, en un plano de igualdad jurídica territorial.
Un Congreso bicameral, que refleje nítidamente la naturaleza de la representación de cada cámara, esto es, igualdad jurídica de las regiones y variación poblacional, reduce —jamás elimina— las tensiones entre representatividad y descentralización. Así, bajo este diseño, no parece descabellado concebir un Senado menos numeroso que el actual, pero con plena igualdad jurídica territorial, por un lado; y, por otro, quizá una Cámara con más representantes, pero que refleje de manera fiel el número de habitantes de cada circunscripción.
Podrá señalarse que no somos un Estado federal, o que no estamos en el siglo XVIII, pero la configuración de un Poder Legislativo que logre equilibrar representación territorial con representación poblacional sigue siendo un desafío permanente en cualquier democracia constitucional. A fin de cuentas, Madison tenía el convencimiento de que una Convención era la oportunidad para unir a un país fragmentado en torno a ideales comunes, y no una ocasión para hacer un compendio de intereses particulares. 235 años después, parece haber hecho valer su punto.
Rodrigo Delaveau S.
Profesor de Derecho Constitucional Comparado